domingo, 28 de noviembre de 2010

El crash del 2010. (y 14)

Con este post acabo la serie dedicada al libro del economista Santiago Niño Becerra.



El crecimiento del planeta ha estado basado en la creencia de que gastar de todo, sin límite, era posible e incluso necesario; en el mundo rico, malgastando, en el mundo pobre, sin aportar nada a cambio. Fue posible porque ese estado de bienestar, ese ir-a-más, nos hizo creer que con nuestras creaciones, nuestra tecnología y nuestra ingeniería financiera sería posible compensar cualquier desequilibrio. Pero cuando la deuda se ha hecho físicamente insostenible y la capacidad de absorber bienes de consumo se ha agotado, nuestro sistema ha encarado una crisis. Así lo hemos hecho, pero no nos culpemos excesivamente: nuestras alternativas eran verdaderamente muy limitadas.

El crash del 2010. (13)


Imaginemos que estuviéramos en 1928, por ejemplo en septiembre, y que un amigo, economista, que hubiera elaborado un estudio muy profundo sobre la evolución de la economía mundial, nos dijese que en el tercer trimestre de 1929 iba a estallar una crisis económica y social de efectos demoledores. Nuestra reacción, obviamente, sería preguntar cómo evitar el desastre. sabemos cuál sería la respuesta de nuestro amigo: ese crash es inevitable, tiene que suceder; y, bueno, sabemos que esa respuesta hubiese sido correcta: la historia nos demuestra que, a pesar de que en la época se tomaron todas las medidas entonces posibles, el crac tuvo lugar, y desencadenó una de las mayores crisis de las que hasta ahora tenemos constancia.

El crash del 2010. (12)


Pienso que Inglaterra se halla especialmente preparada mental y prácticamente para abordar ese cambio. Su no pertenencia a ningún club le permitirá hacer lo que crea más conveniente; su mentalidad anticipativa le hará ver que la colaboración multidimensional con un adminitrador neutral -el Estado- puede ser muy provechosa (pienso que no es imposible que en el próximo gobierno británico sea de unidad para "superar los difíciles momentos en que está inmersa la nación"); su carácter eminentemente práctico le va a permitir tomar decisiones y actuar pensando tan sólo en el objetivo final, con todo lo que ello comporta, naturalmente. ¿Que para acompañar al té sólo se dispone de una galleta? Pues una galleta. ¿Que para que aquellas personas estén ocupadas han de barrer? Pues que barran. ¿Qué es la banca -la totalidad de la banca- debe ser nacionalizada de forma que todo el país sostenga las entidades que canalizan y posibilitan la circulación financiera? Pues se hace. Es la nueva versión de lo que una corporación debe ser.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

El crash del 2010. (11)


En una dinámica tendencial de escasez de recursos y de gasto a la baja, las actividades vinculadas al aprovechamiento y a la optimización van a tener amplio recorrido. Profesiones relacionadas con la rehabilitación de todo tipo de elementos, con la recuperación, la reparación y la reutilización de bienes que hasta ahora eran desechados, así como con el reciclaje de artículos que hoy son considerados desperdicios y, por tanto, no son aprovechados, van a tener el éxito asegurado, para constituir el que pued ser denominado el sector R.

El crash del 2010. (10)


Entre los años 2015 y 2018, aunque todavía con innumerables problemas, se producirá una paulatina recuperación, pero no como hasta ahora ha sido tradicional tras los períodos de crisis, basada en el consumo: el binomio "crédito barato-dinero fácil" característico del período 2003-2007 está la recuperación en la efiiciencia, es decir, en la productividad, los ingentes excedentes de factor trabajo tan sólo podrán ser mantenidos con la implantación de un subsidio de subsistencia que asegure a esa población excedente un mínimo vital.
La recuperación, por tanto, deberá sustentarse en una reestructuración de las relaciones productivas, en el desarrollo de nuevos recursos energéticos y materias primas, a lo que contribuirán los espectaculares avances d ela genética. A lo largo del 2018 se irá asentando la persepción de que la crisis estará finalizando.

lunes, 15 de noviembre de 2010

El crash del 2010. (9)


Paralelamente, se irá manifestando la falta de disponibilidad energética -petróleo, gas- así como de la mayor parte de los recursos que son esenciales para la actividad económica, lo que acelerará la puesta en marcha de políticas tendentes a la determinación de las necesidades esenciales. Por eso probablemente se implantará la "regulación en el consumo" -el racionamiento- de muchos bienes y servicios que perfectamente puede ser complementado con alzas en sus precios a fin de forzar la reducción del consumo de los bienes y servicios racionados por debajo, incluso, de la capacidad de producción y suministro de la oferta; el objetivo será, claramente, el ahorro de los recursos.
Llegados a este punto se manifestará un problema que hoy ya ha sido abordado por algunos expertos: el excedente de factor trabajo de, sobre todo, media, baja o muy baja cualificación que en estos últimos años ha desempeñado tareas de bajo valor añadido y que, en gran medida, aunque no de forma exclusiva, se halla personalizado en la población de origen inmigrante; a esto se añadirán probabales tensiones entre esta población y la autóctona debido a la escasez de empleos y recursos.

jueves, 14 de octubre de 2010

El crash del 2010. (8)


A partir de mediados del año 2010 la sitaución se degradará aceleradamente. Se vivirá al día, por lo que el "que cada palo aguante su vela" será ley. El desencadenante de la crisis, lo que hará que se llgue a la conclusión de que la crisis es inevitable, será, probablemente, un hecho que afecte gravemente a la capacidad de obtención de recursos, caso de algún tipo de desastre natural o provocado.
Debido a la entrada en crisis de los elementos fundamentales de nuestro sistema, se llega al agotamiento de la capacidad de competición, el espíritu que, desde su nacimiento, ha guiado al capitalismo. La razón será obvia: si el objetivo último es la supervivencia, ¿contra quién competir? Ello tendrá un efecto demoledor sobre los principios que daban sentido al concepto de emprendedor: ¿qué riesgo tomar para hacer algo nuevo si el reto consiste en sobrevivir?

miércoles, 15 de septiembre de 2010

El crash del 2010. (7)


La economía mundial lleva funcionando por inercia, con el piloto automático en gran medida programado con la filosofía inherente a la divisa "el mundo va bien". Lo que en el fondo significa esto es que el sistema no está preparado para actuar en situaciones de verdadero riesgo porque lleva muchísimos años sin enfrentarse a una auténtica crisis. Por ello, las medidas que se están adoptando y se adoptarán hasta mediados de 2010 serán un "ir a salto de mata", un ir "tapando agujeros", sin un plan determinado, intentando salvar la situación, salir del paso sin tener la percepción cierta de que la economía mundial se halla a las puertas de una crisis sistemática, y creyendo, en un principio, que se trata de un revés temporal. El problema reside en que no se ha prestado suficiente atención a los cambios acaecidos desde 1995.

martes, 14 de septiembre de 2010

El crash del 2010. (6)


La estructura actual se halla en proceso de profunda modificación debido a que la búsqueda del éxito individual, consustancial a la evolución que ha experimentado el sistema, ha desatendido la necesidad de cumplir cláusulas de estabilidad contenidas en el proyecto iniciado en 1929. El giro adoptado por el sistema tras el crash ha hecho que el planeta haya crecido, mucho, muchísimo, cada vez con más fuerza, pero a costa de entrar en un gasto de todo tipo de recursos desmedido e inostenible que, en la mayor parte de las ocasiones, ha derivado en el puro y simple desperdicio.
El motivo de tal desperdicio ha sido la propia filosofía capitalista. El capitalismo es individualista, es decir, cada individuo debe mirar sí -hacer lo mejor posible lo que le corresponde hacer- a fin de avanzar en su evolución personal, lo que incluye obtener la máxima ganancia en los actos económicos en los que participa, y de lo que se deriva que ningún ente supraindividual, como el Estado, ha de preocuparse de los problemas y quehaceres de los demás porque cada cual debe resolver sus problemas por sí mismo. En consecuencia, cada individuo actuará del mejor modo que pueda y sepa para sí; pero esa forma de proceder lleva implícito el desperdicio de recursos.

sábado, 11 de septiembre de 2010

El crash del 2010. (5)


La última vuelta de tuerca a este modo de hacer las cosas se dio en el año 2003, La recesión del 2000 (por el fin de fiesta de la burbuja puntocom) se solucionó con el inicio de una oleada de especulación inmobiliaria en muchos países y con la puesta en marcha de una serie de redes financieras basadas en el apalancamiento de deudas sustentadas en unas expectativas que, en última instancia, se basaban en la creencia de que el valor de los bienes inmuebles iba a continuar creciendo indefinidamente y nunca se producirá el impago de los créditos hipotecarios involucrados en esa especulción inmobiliaria.
El plan era ingenioso: conceder créditos hipotecarios a personas a las que ninguna entidad financiera se los concedía debido a su nula solvencia financiera y, además, sin cuestionar el valor asignado a los inmuebles a hipotecar. A continaución se ponía en marcha un procedimiento por el que un conjunto de esos créditos eran "empaquetados", "cortados a trozos" y convertidos en garantías de unos bonos que eran asegurados, emitidos y renegociados hasta la saciedad. Se ha estimado que un dólar estadounidense invertido en el proceso en el año 2003 podría haberse convertido en 60 dólares en el año 2007.

martes, 7 de septiembre de 2010

El crash del 2010. (4)


Deseo destacar que nos hallamos en un momento muy semajnte al período 1760-1770: una vez definida la filosofía del sistema que sustituirá al capitalismo, se está diseñando la que será la estructura de ese nuevo sistema. ¿Qué ha sucedido? Simplemente que el sistema capitalsita, el actual, ha cumplido su función y ya se halla prácticamente agotado. La crisis de las hipotecas basura, los niveles descontrolados a que se ha llevado la economía financiera, los montos de deuda privada de todo punto ya inasumibles, la creciente productividad que ya está tornando en excedentarios amplios colectivos humanos, los avances de una tecnología crecientemente eficiente, no son más que manifestaciones del agotamiento del sistema.
Nuestro sistema alcanzó el punto de no retorno en 1973 y su máximo nivel de evolución en el año 2003; a partir de aquí comenzó a gestarse el crash del 2010, cuya precrisis comenzó en 2007. La del 2010 no será una crisis coyuntural a semejanza de la de 1962, la de 1987, la de 1991 o la del 2000, sino una crisis sistemática, porque supondrá cambios en cómo "las cosas son hechas", es decir, en el modo de producción, al igual que lo supuso el crash de 1929, que dio paso a la Depresión de los años treinta.

lunes, 6 de septiembre de 2010

El crash del 2010. (3)


El capitalismo se sustenta sobre tres bases. Su base cultural la determinó el calvinismo, la base filosófica se la dio la Ilustración y la económica de alguna manera es consecuencia de las otras dos y está definida por la búsqueda de la maximización del beneficio individual.
La ética calvinista aportó algo que la moral católica, simplemente, no contemplaba: el individualismo. Para la moral católica lo único importante era la salvación de las almas en un entorno de libre albedrío, sí, pero influido por el mensaje de que la vida terrenal era un mero accidente en el tránsito hacia la eterna, la única importante; en consecuencia, los padecimientos y sufrimientos de ésta en nada importaban, ya que esta vida era una preparación, en la mortificación, para aquella. En un entorno como el descrito, únicamente los ministros de la Iglesia, y en el idioma divino, el latín, podían hacer de transmisores entre los fieles y Dios.

domingo, 29 de agosto de 2010

El crash del 2010. (2)


Ciertamente, desde 1950 hemos vivido muy bien, en Occidente mejor, claro: la edad dorada y, luego, los felices 2000, como los felices años veinte, sí. Pero las cosas se acaban; no por nada mágico, sino porque lo que vivimos forma parte de la evolución de esas mismas cosas. Magistralemnte lo expresa Charles Aznavour en "La Bohème": "Montmartre semble triste / Et les lilas sont morts". Al igual que para aquel pintor que hace años vivió intensamente una pasión en un barrio repleto de lilas, nuestro barrio parece ahora distinto, y las flores, marchitas. La evolución de las cosas, de nuestras cosas, nos ha llevado a un punto de ruptura trágico pero inevitable.
Será duro, durísimo, pero se superará, ¡evidentemente! No será el fin del mundo: nunca lo es; pero las cosas, nuestras cosas, nunca volverán a ser como fueron. Eso ya no es posible, es consecuencia de la evolución, es parte del precio que hay que pagar por ésta. Y ese precio supondrá que no volvamos a sentir un Montmartre igual de dichoso a como lo sentimos, ni a percibir las lilas en todo su esplendor.

sábado, 28 de agosto de 2010

El crash del 2010.

A partir de hoy os iré colgando retazos de "El crash del 2010", el libro de Santiago Niño Becerra publicado en el 2009.



Usted es consciente de que desde hace un tiempo este tipo de noticias han ido en aumento, si bien no recuerda cuándo comenzaron exactamente; le saco de la duda, aunque, en el fondo, no es demasiado importante: fue en septiembre de 2007, cuando salió a la luz la gigantesca problemática económica que un producto financiero, las llamadas hipotecas de alto riesgo, las subprime, llevaban tiempo creando. A partir de aquí empezó a generarse una maraña de deudas impagables, capacidades de endeudamiento agotadas, fuentes crediticias cerradas, desconfianza, temor, caída de la actividad económica, miedo social, desempleo...
Esta evolución está conduciéndonos a una crisis de proporciones gigantescas, estructuralmente muy parecida a la Depresión de los años treinta, a un crash que en 2010 reproducirá la situación de derumbe que se produjo en 1929. Un crash, una crisis por otro lado inevitable, porque es parte de la evolución en la que la dinámica histórica lleva inmersa diez mil años.

lunes, 19 de julio de 2010

Oligarquías

Jon Juaristi en ABC


LOS regímenes oligárquicos, basados en la exclusión, producen mayorías sociales despolitizadas, pero fácilmente movilizables ante cualquier atisbo o mera sospecha de agresión o simple antipatía desde el exterior. El franquismo fue un ejemplo redondo de dicha categoría, como bien lo supo ver y describir, ya en 1957, un gran periodista norteamericano, Herbert Matthews. En tiempos más cercanos, las últimas manifestaciones masivas de adhesión a Franco (las famosas concentraciones en la Plaza de Oriente) se abastecieron de grandes contingentes de población apática (o, como mucho, tibiamente franquista) en torno a un franquismo activo muy minoritario.
Este comportamiento tiene su explicación. El régimen convertía las críticas que sobre él se vertían desde el extranjero en ofensas contra España. La apelación al orgullo herido de los españoles proporcionaba a las mayorías pasivas, permanentemente excluidas de la cosa pública, un sucedáneo de acción política que el régimen rentabilizaba en su provecho. Desde luego, se han dado casos mucho más trágicos de manipulación del sentimiento patriótico por dictaduras de diverso signo, como la invasión de las Falkland o Malvinas bajo la Junta Militar argentina. Ahora bien, sin llegar a tales extremos, fenómenos de tipo semejante no son del todo desconocidos en el seno de las democracias, allí donde se constituyen poderes regionales excluyentes. Aparecieron incluso en los Estados Unidos, donde la segregación racial contó con el amparo de las autoridades locales en vastos territorios del Sur hasta los años sesenta del pasado siglo.
Si en España existe hoy un caso claro de régimen oligárquico, se halla, sin duda, en Cataluña, donde el nacionalismo transversal ha conseguido silenciar toda alternativa al mismo recurriendo tanto a la presión institucional como a la violencia abierta. En Cataluña domina una especie de franquismo cuatribarrado que excluye del juego y sume en la apatía política a la mayoría de los catalanes. Una mayoría pasiva, que se abstiene en el referéndum de la reforma estatutaria, pero que se moviliza, al menos parcialmente, cuando el tripartito agita el espantajo de la agresión centralista. Ante esta evidencia, la única estrategia razonablemente democrática, tanto desde el gobierno como desde la oposición, pasaría por el fomento común de una resistencia cívica al nacionalismo. Así se ha hecho en el País Vasco, y con buenos resultados. Pero el gobierno parece considerar que no hay otra Cataluña legítima que su oligarquía nacionalista, y la oposición, confiando en una improbable división del frente estatutario, mira hacia otra parte y permite que medre en su campo un anticatalanismo visceral que se parece mucho al nacionalismo friqui de los maulets, con su empeño en recordar que Montilla es un maldito charnego. Así no se logrará otra cosa que la consolidación del régimen oligárquico y la rápida desaparición, en Cataluña, de los últimos restos de una democracia constitucional minada por los dispositivos de la exclusión. Precisamente lo que se está consiguiendo evitar en el País Vasco. Lo que allí es lucidez se vuelve estúpida ceguera cuando se mira hacia Barcelona.

sábado, 12 de junio de 2010

Las tres mentiras de Barcelona

La opinión de Félix Ovejero



La exposición Fent Barcelona costó 80.000 euros. Su promoción, 237.000. Un singular modo de hacer un pan con unas tortas que me recuerda un chiste del genial Perich: “Para poder construir la torre Eiffel fue preciso elevar antes un andamio metálico de mayor altura. Los elevados costes de dicho andamio arruinaron a los constructores y la torre no pudo elevarse nunca; ni siquiera se pudo derribar la estructura metálica. Pues bien, ese andamio es lo que en la actualidad se admira como si fuera la torre Eiffel.”
Barcelona ha acabado por asemejarse a muchos de sus restaurantes, que emplean más talento en bautizar los platos que en cocinarlos. En otro tiempo ese proceder era cosa del comercio ambulante, de chamarileros que sacan lustre a la parte visible del género a la espera de rematar rápido el negocio y salir corriendo antes de que el cliente tenga ocasión de tasarlo, el tente mientras cobro. Pero los tiempos cambian y, hoy, el tráfico de sueños se ha convertido en una industria con poses muy dignas, incluso dispone de su propio cuerpo doctrinal: la publicidad no nos informa de un producto, de para que sirve esto o aquello, sino de un modo de vida. Ahí es nada. El atrezzo convertido en el argumento de la obra.

Barcelona parece cada vez más un decorado de Barcelona. Si uno fuera un filósofo francés, se preguntaría si existe Barcelona. Entiéndase, no quiero entonar la enésima tarantela sobre la ciudad perdida, esa obscena cháchara que llevó a unos cuantos letraheridos, con pose de Baudelaire o de Gide, a defender la roña de la ciudad preolímpica. Una ciudad que, eso sí, sólo visitaban a horas convenidas, antes de retirarse, Balmes arriba, hacia otras calles en las que no faltaban la luz ni las condiciones higiénicas. Parecían lamentar que los que por allí vivíamos no congeláramos nuestra cochambre para que ellos pudieran mercadear de la peor manera con el sexo y los sueños de los vecinos más derrotados de la ciudad. Se habían inventado una Barcelona, canalla y maldita, y no querían que les estropearan el juguete. Fantasías de niños bien a cuenta de la miseria ajena.

Aquella ciudad está muerta y bien muerta, y el que quiera ver monos que se vaya al parque. Pero también por aquellos años olímpicos, empezó a manifestarse lo que ahora parece imponerse: el énfasis en la cosmética. Si no se podía acabar con el lado oscuro, mejor componer el gesto y adornarse. Y la ciudad se entregó al fantaseo. A mentirse. La operación no fue ajena a la extensión de un virus nacionalista que acabó por afectar a todos los tejidos de su vida social y que Félix de Azúa glosó en un memorable artículo en El País, Barcelona es el Titanic. Es sabido que ese virus, para desarrollarse, necesita de los mitos. Entre el arsenal de mitos, tres han abastecido a la ciudad hasta el empacho. Todos ellos convenientemente alentados desde las instituciones, como es normal.

El primero, la Barcelona resistente. La nuestra sería una ciudad republicana que sobrevivió al franquismo sin dejarse contaminar por él. Una verdad a medias, es decir, una falsedad. Por los diarios de Azaña sabemos que la lealtad de los barceloneses con la República no resultó conmovedora. Y, desde luego, entre las clases dominantes a Franco se lo recibió, por lo menos, con alivio. Sin ir más lejos, la familia Maragall recibió con algo parecido al entusiasmo “la liberación de Barcelona”, según nos enteramos el pasado verano. Nada que debiera sorprendernos. La reciente biografía de Martí de Riquer nos confirma lo que nos resistíamos a ver en las fotos de los días aciagos: muchos barceloneses salieron a la calle a recibir a las tropas de Franco. No todos estaban allí a punta de pistola. Sin duda, había miedo y fatiga y muchos habían emprendido el camino del exilio. Pero de lo que no cabe duda es que no hubo resistencia. Para la exacta historia del mundo, Madrid, con toda justicia, sería la ciudad de la resistencia antifascista.

El segundo mito, la ciudad rebelde. Con frecuencia, nuestra ciudad aparece como una suerte de reserva espiritual de mayo del 68. Basta con ver las manifestaciones pacifistas o antiglobalización. Seguramente, bien contadas, las cifras no son las que se dicen, pero nadie puede discutir que, en proporción a la población, deben estar entre las más concurridas del mundo. Eso seguro. Sin embargo, hay algo irreal en esas congregaciones, casi todas ellas por las causas más justas. Y es que parecen más ornamento que, si se permite la expresión, genuino instinto de rebelión. Una sospecha que se vio confirmada el verano, el maldito verano, del 2007, el del apagón y de la crisis de cercanías. Miles de ciudadanos vieron como de un día para otro su jornada laboral real aumentaba tres o cuatro otras. Y no pasó nada. Los trabajadores de la no hace tanto llamada ciudad roja se tragaron sin rechistar un retroceso de más de un siglo de conquistas laborales. Nadie levantó la voz. Y eso que, a diferencia de lo que sucedía con las otras manifestaciones, los responsables de sus males no andaban lejos y, desde luego, temían mucho más que Bush lo que los barceloneses pudiéramos hacer.

El tercer mito, el más importante, la identidad. Vaya por delante que la identidad es cosa de poco mérito. No hay nadie sin identidad y todos la tenemos sin esfuerzo. No se conquista, no se busca o alienta. La idea, por lo demás, no es clara. En todo caso, sea lo que sea la identidad, parece que tiene que ver con lo que perdura, con lo que se mantiene, con lo que no cambia o se diluye. Cuanto mayor la mezcla o la mudanza, menos estable es la identidad. Por eso, la identidad se muestra menos cambiante en aquellas ciudades en las que las gentes se van. Los estudios sobre apellidos, que nos dicen mucho de las filiaciones y las idas y venidas de las gentes, muestran que Lugo y Huesca son las ciudades españolas con una identidad más genuina. Previsible, de allí se van casi todos y no llega nadie. Esos mismos estudios nos muestran que Madrid y Barcelona son las ciudades que mejor sintetizan lo que podría ser una maqueta de España, un resumen decantado de sus gentes, algo igualmente previsible.

Claro que hay una diferencia, la lengua. Algo importante, pero sin exagerar. Y sobre todo, sin mentiras. Según la encuesta más reciente, un 31,9% de barceloneses del área metropolitana tiene el catalán como lengua materna y un 61,5% el castellano. Casi el doble. El castellano es la lengua mayoritaria y común de los barceloneses. Esa es nuestra realidad, más o menos bilingüe, y, por ende, nuestra identidad. Pero no es esa la que se invoca y la que se recrea desde las instituciones, la que se finge. Basta con echar una mirada a las páginas del Ayuntamiento, a su publicidad, a sus comunicaciones. O a nuestra televisión, a BTV, que informa sobre la ciudad en veinte lenguas, entre las que no incluye la de la mayoría de los barceloneses. Y de los emigrantes, por cierto, a esos mismos a los que apela para justificar ese Babel. A su identidad, claro. Sería bueno saber de quién exactamente. Otro modo de engañarnos.

Los tres mitos se sellan debidamente con una operación de fondo: la reescritura de la historia. Para muestra, la fuente de la que procede la información sobre Maragall, sus memorias, Pasqual Maragall: el hombre y el político, escrito por Esther Tusquets y Mercedes Vilanova. Procede, hay que precisar, no de la edición publicada, a la que faltan veinte páginas, sino de la integra, cuyos 20.000 ejemplares hubo que destruir por las presiones de la familia Maragall. Una familia como todas, o casi todas, pero con el suficiente poder intimidatorio para conseguir su objetivo. En el entretanto, en un entretanto que ya lleva varios años en circulación, desde el poder político, en la presidencia del anterior gobierno de la Generalitat y en la actual consejería, no ha habido día en el que no se les llenara la boca a los hermanos Maragall, y a los demás se nos vaciara el presupuesto, a cuenta de recuperar la memoria histórica. Hasta ahora mismo. Hace apenas dos días Pascual Maragall estaba en primera fila en el acto de apoyo al juez Garzón, en la Universidad de Barcelona, en el que, al grito de “no nos callarán”, se criticó a “quienes pretenden borrar la memoria del franquismo”. Asombrosamente allí nadie precisó exactamente quién era el sujeto culpable de tales males ¡Con lo fácil que tenían mencionar al menos algún nombre!

No resultará sencillo desandar ese camino. La fantasía crea adicción y resulta complicado apearse de la impostura. Mala cosa porque, con facilidad, se acaba en el esperpento. Y si hay algo que no debe perderse es el sentido del ridículo. Un primer paso en la terapia consistiría en mirarse al espejo sin hacernos trampas, sin afeites. A nosotros no nos quedará ni el consuelo del andamio.

sábado, 27 de marzo de 2010

Voces rotas

Fernando García de Cortázar en ABC

La historia más reciente, la historia de la recuperación de unas instituciones democráticas y una conciencia cívica basada en el ejercicio de la libertad, la historia que va de 1975 a nuestros días, ha coincidido en España con la actividad terrorista de ETA. Ningún otro lugar de Europa ha compartido la desgracia de contar, en todo ese tiempo, con la barbarie obstinada de un grupúsculo de fanáticos seducidos por el brillo político del crimen. Desde luego, ningún otro lugar de Europa, a excepción de Irlanda del Norte, ha estado dispuesto a sumar a los asesinatos la infamia de un discurso de justificación que convierte a los criminales en la encarnación de una causa. Nadie, en ningún otro lugar de Europa, ni siquiera en el modo atenuado en que se hace en ciertos discursos oficiales, señala hoy que tales individuos expresan una realidad nacional, ni que a través de ellos se manifiesta la voluntad de un pueblo.
Los hechos son tozudos y convencen al más despistado. En Europa, a mediados de los años ochenta, los criminales alucinados de las Brigadas Rojas o de la llamada Fracción del Ejército Rojo estaban muertos hacía tiempo o encerrados en las cárceles, marcados por la ignominia pública. Por el contrario, en España, en esa misma época, ETA mataba más que nunca y recibía, en el País Vasco, el cariño incondicional de familiares y vecinos, la abierta aprobación o la indulgencia política, e incluso la comprensión eclesial.
Se dirá que hoy la condena es unánime. Dejemos fuera de esa unanimidad a quienes matan por un concepto aberrante de la patria y a quienes nunca han rechazado el sueño de un país tenebroso que solamente habla a través de la muerte. Pero ¿por qué no dejar fuera de ese supuesto consenso cívico también a quienes permiten que el terrorismo sea una deficiencia de nuestra democracia, en lugar de ser lo opuesto a la democracia? Demasiadas voces y demasiadas veces, quienes se llaman nacionalistas democráticos acompañan su condena con una inmediata reticencia por las medidas legales que se toman para evitar el desarrollo de las redes de los criminales, para expulsar de las instituciones a quienes los justifican, para evitar el insulto supremo de que quienes no quieren renunciar ni a las armas ni a los votos reciban un sueldo que procede de los propios bolsillos de las víctimas. Hoy, como ayer, parece tan difícil que Batasuna se separe de ETA como que el PNV se separe de Batasuna y abandone de forma clara y definitiva el amparo, la justificación y la explicación caritativa que brinda al mundo de los asesinos.
Por mucho que no se quiera reconocer, en los treinta años de nacionalismo institucional se ha respirado un clima similar al creado por los nazis en el crepúsculo de la República de Weimar: amenazas, insultos, consignas homicidas, delaciones, chismorreos convertidos en acusaciones, acusaciones convertidas en sentencias de muerte... Por mucho que no se quiera ver, la sinrazón terrorista y las mentiras de las organizaciones políticas nacionalistas han tejido en el País Vasco una malla que oprime y deforma las conciencias, que ha intoxicado a sectores muy amplios de la población y embotado los sentimientos más elementales de piedad hacia las víctimas.
El mismo elogio del diálogo como algo único y precioso para acabar con ETA ha producido una progresiva decantación hacia la definición del terrorismo como algo que debe tener algún campo de negociación. Así lo ha exigido un sector de la población inclinada a normalizar el sintagma conflicto vasco, eufemismo trágico del puro y simple asesinato. Así lo ha interiorizado incluso el presidente de Gobierno Rodríguez Zapatero, dando a entender en su casi suicida «legislatura de la paz» que para acabar con la violencia hay que instrumentar algo distinto a las medidas policiales y también al Parlamento y a la misma legalidad constitucional. Lamentablemente, en una época de exaltación de la pretendida memoria histórica, de continuas exigencias de contrición a Isabel la Católica por descubrir América, al Papado por condenar las tesis de Galileo o a algunos ciudadanos españoles por la guerra civil o el franquismo, ni Zapatero ni su Gobierno han pedido perdón por no aprender las lecciones del pasado e insistir en la negociación con terroristas, convirtiendo a éstos y a sus muñidores en defensores honorables de una causa.
¿Importa en nombre de qué se asesina? Sólo en España, donde las motivaciones se han distinguido cuidadosamente de los métodos criminales para hacerse universalmente respetables e infatigablemente negociables. Sólo en España, donde siempre han proliferado las alusiones al «modelo irlandés» y nunca al modelo italiano, que podría resultar mucho más parecido a lo que tratamos aquí: cuando todas las fuerzas del arco parlamentario cerraron filas entre 1969 y 1980, negándose a cualquier tipo de consideración política de los 350 asesinatos cometidos por la extrema derecha o la extrema izquierda.
Por otra parte, en la condena del terrorismo se ha producido un error de planteamiento que, ciertamente, ha ayudado al envilecimiento de las víctimas y la humanización de los asesinos. Nos hemos acercado al lugar del crimen y hemos declarado como un factor que lo agravaba el carácter «inocente» de la persona que ha sido asesinada. Recordemos cuántas veces nos hemos referido a la matanza indiscriminada, a quien muere por encontrarse en el lugar inoportuno. Pues bien, en ese grito frente a la determinación de la tragedia, frente al curso impasible de los hechos, existe una deformación de las víctimas y de los asesinos que conviene destacar.
Porque las víctimas del terrorismo son personas concretas, que gozaban de su existencia única cuando fueron escogidas por el asesino. Porque nada hay de dejación de libertad en su sacrificio, sino de defensa de la vida misma y de la convicción de ser personas libres. ¿O consideraremos que, por la más siniestra de las paradojas, el criminal da vida a la víctima a la que mata, simplemente porque esa persona pasa a adquirir una consistencia pública, una concreción que nos hace conocerla?¿Dejaremos que esa muerte sea un hecho accidental para la víctima y un acto de voluntad para el criminal, sin comprender que la calidad verdadera de las víctimas es haber querido ser españoles? Y españoles como debe entenderse hoy esa palabra: ciudadanos de un país plural, libre, votantes de la derecha o de la izquierda, universitarios, obreros, guardianes del orden público, intelectuales... Pero, en todos los casos, ciudadanos de esa comunidad nacional que repudian, niegan y desean destruir los terroristas. Y en la que quienes ya han sido asesinados murieron, en muchas ocasiones, proclamando su compromiso con la legalidad constitucional o sencillamente, afirmando la vida, negando el carácter abstracto, la fragilidad personal, la carencia de firmeza cívica que esperaba el asesino.
Decía el poeta Dylan Thomas, al escribir sobre una muchacha fallecida en un bombardeo de Londres, que tras la primera muerte no hay ninguna. A no poner nunca más una segunda muerte -que consiste en señalar la carencia de individualidad de la persona asesinada, el carácter intercambiable del lugar que ocupa-, camina el reciente libro de Rogelio Alonso, Florencio Domínguez y Marcos García Rey, Vidas rotas: el primer libro que cuenta la historia de todas y cada una de la víctimas mortales de ETA, un libro sobrecogedor que, como quería Camus, pide justicia ante el mal, ante la muerte, desde lo más profundo de la dignidad del hombre. Un libro dedicado a la memoria del penalista Antonio Beristain, en cuyo nombre levantaremos una vez más la bandera de la libertad rescatada del miedo y de los cascotes de unos decenios perdidos para el ejercicio público de la razón.

sábado, 20 de febrero de 2010

La soberanía, esa antigualla

Francisco Sosa Wagner en El Mundo.

EN EL POBRE debate político español se ha acuñado la palabra soberanismo para resumir las apetencias secesionistas de algunos territorios. No admitido por la Real Academia, el extraño neologismo entronca obviamente con la noción de soberanía que ha sido la viga maestra de la construcción del Estado moderno.
Como se sabe, pero no está de más recordar, su formulador más agudo fue Bodino, quien publicó su obra Six Livres de la République en el último tercio del siglo XVI (1576). Signo distintivo de la soberanía era -para este pensador- el hecho de que su titular carecía de superior hallándose tan solo sometido a las leyes fundamentales que no podía infringir. El fin del Estado será justamente el ejercicio del poder soberano orientado por el Derecho. Una idea revolucionaria pues, en su inocente apariencia, estaba liquidando la concepción medieval según la cual el poder servía para ejecutar los designios de Dios.
Este poder, indivisible y eterno, explicarían más tarde Hobbes y Rousseau, se fundamenta en el contrato social, en un acuerdo a favor de «una persona o una asamblea de personas» trabado entre individuos libres e iguales que confían el Gobierno a sus representantes, reflexión ésta de gran calado porque supone la neutralización de los estamentos y de la Iglesia. El humus que permitiría llegar nada menos que a las revoluciones americana y francesa está formándose lentamente.
La polémica acerca de si el titular de esa soberanía era el príncipe o el pueblo fue tan viva que cavó las trincheras desde las que se estuvieron disparando tiros durante buena parte del siglo XIX. No es extraño que, cansados de tanta sangre, algunos juristas aplicaran el bálsamo de sus sutilezas para desactivar tanto dramatismo. Uno de los más ilustres, Georg Jellinek, rebajó los humos de la tradicional soberanía para reducirla a una categoría histórica: el poder del Estado -aseguraba- se manifiesta en el hecho de estar sometido a sus propias leyes y no a las de ningún poder extraño, así como por disponer de órganos para determinar su voluntad. La polémica se enriquecería con copia de opinantes (Preuss, Hermann Heller, etc, antes Laband) y es nada menos que Kelsen quien, irreverente ante el hechizo del concepto, lo disuelve en el contexto de su teoría acerca de la validez del ordenamiento y de su configuración del derecho internacional que restringe la soberanía de los Estados podando unos excesos peligrosos que conducen al desarrollo del imperialismo y, con él, a la destrucción de amplias esferas de libertad.
Han pasado muchos años desde estas formulaciones y los acontecimientos no han hecho sino confirmar en Europa una tendencia que fuerza a explicar la soberanía de otra manera, porque hoy no puede ligarse sin más al Estado sino a una combinación que incluiría a éste y a la supranacionalidad europea. Lo que nos obliga a abandonar la idea tradicional para abrazar la de soberanía conjunta o compartida, apta para garantizar la diversidad de los niveles de Gobierno con la unidad de la acción política y de su medio de expresión más solemne que es la producción jurídica. Utz Schliesky ha desmenuzado en un denso estudio esta idea. El actual ejercicio de los poderes soberanos se ha desplazado así desde la individualidad de esos Estados a su actuación como miembros de una comunidad, razón por la cual se ha esfumado el poder único e indivisible para emerger otro de rasgos renovados basado en la existencia de un orden jurídico complejo e irisado pero dotado de los suficientes elementos para ser reconocido como un todo unitario, trabado por el Derecho y cimentado por el principio de lealtad de la Unión con los Estados y viceversa.
Me atrevería a utilizar la expresión de soberanía diluida para describir esta nueva situación jurídico-constitucional.
Convengamos, pues, en que la soberanía, entendida al modo tradicional, ha devenido una pieza herrumbrosa en el mundo europeo y global que se está construyendo. Enormemente reaccionaria por añadidura.
Porque es, por ejemplo, la culpable del fracaso de la Cumbre de Copenhague, que, si contra algo se ha estrellado, ha sido justamente contra la insolidaridad de las naciones dotadas de soberanía. Hoy, nadie que se halle en pleno uso de sus facultades mentales duda de la necesidad de contener los desvaríos que se cometen en este planeta desbocado, por lo que las políticas ambientales se han convertido en un objetivo esencial de toda sociedad civilizada. Y ello más allá o incluso al margen de la polémica sobre el cambio climático y de si están bien o mal fundadas las afirmaciones de tal o cual climatólogo: sencillamente porque nuestro despilfarro debe acabar, ya que miles de millones de habitantes del planeta no tienen por qué soportar el egoísmo que cultivamos con injurioso descaro las sociedades ricas. Todas ellas envueltas en la bandera desflecada de la soberanía.
Si miramos a Europa, la desintegración del mercado interior y la imposibilidad de articular una política económica común se deben asimismo al nacionalismo soberano de algunos Gobiernos.
Sería difícil explicar a un marciano -como ha notado Paul Kennedy- las razones por las cuales andamos los 7.000 millones de habitantes del planeta encuadrados en 192 Estados, muchos de ellos fallidos o simplemente desintegrados. Un mapa ridículo de naciones separadas, grandes o pequeñas, ricas o pobres, pacíficas o belicosas, cada una de ellas estimulando a sus ciudadanos a cantar, trémulas las gargantas, sus himnos, a enarbolar sus banderas añosas y a formar ejércitos bien nutridos de funcionarios. Lo estamos viendo estos días con la magna desgracia ocurrida en Haití. Causan estupor los miramientos con los que está desembarcando allí la ayuda norteamericana (la señora Clinton se ha deshecho en excusas al bajar del avión) y las acusaciones de imperialismo que he oído desde los bancos de una izquierda ridículamente antiamericana en el hemiciclo del Parlamento Europeo. Procede hablar con claridad: defender hoy la soberanía de Haití no es defender a una nación, es defender sin más las trapacerías y la ladronería que sus dirigentes llevan practicando allí impunemente desde hace años.
UN LIBRO reciente, el de Caroline Fourest (La dernière utopie. Menaces sur l'universalisme, Grasset, 2009), ha puesto de manifiesto, además, cómo son precisamente circunstancias nacionales las que sirven para limitar aquí o allá la libertad religiosa o la de expresión convirtiéndose «la soberanía en la excusa permanente para practicar una visión restrictiva de los derechos del hombre». Una moda peligrosa -sigue explicando la señora Fourest- que se completa con la exaltación de la diversidad y esas diferencias que nos enriquecen cuando en realidad son coartadas para sacralizar desigualdades entre las personas y presentar como verdades inconcusas lo que no es sino un montón deforme de prejuicios. Pues una cosa es utilizar la diversidad para luchar contra la tentación de reducir el hombre de la Declaración universal al macho, blanco y heterosexual y otra bien distinta utilizarla para insistir en aquello que nos diferencia en lugar de hacerlo para subrayar lo que nos une.
Sólo en un país como España, en el que se desvaría recio y en el que se hallan extraviadas nociones elementales de la Teoría del Estado, ha podido acuñarse una palabra como el soberanismo para reivindicar experimentos políticos que ignoran el hecho de que la Historia, según dejó escrito Ortega, tiene de río el no saber andar hacia atrás. Lo extravagante es que quienes por tal senda caminan son tenidos en ambientes muy selectos por progresistas.

lunes, 25 de enero de 2010

Ética de los toros

Javier Cercas


Las líneas que siguen sólo aspiran a ser una contribución a la campaña en contra de que se supriman en Cataluña las corridas de toros, amenazadas de muerte desde que el 18 de diciembre pasado el Parlament admitió a trámite una iniciativa que propone terminar con ellas. Antes que nada advertiré que no soy aficionado a los toros y que lo único que sé de la fiesta se lo debo a mi padre, veterinario y taurino; a los tres o cuatro libros que he leído sobre el tema y a las tres corridas que he presenciado en directo. También diré que no entiendo que la línea principal de defensa de los taurinos ante la amenaza a la fiesta haya sido la apelación a la libertad y que tantos de ellos hayan proclamado: "Yo no soy partidario de prohibir nada"; vaya, pues yo sí: desde el asesinato hasta el fraude fiscal, se me ocurren muchísimas cosas que prohibir, porque la civilización consiste antes en prohibir que en tolerar, y no creo que la existencia de las corridas tenga mucho que ver con la libertad. Última advertencia: en los días previos a la admisión a trámite de la moción antitaurina me sorprendió la escasa beligerancia de los aficionados en favor de los toros. Hay quien ha explicado esa mansedumbre por el miedo que tendríamos los catalanes a enfrentarnos al nacionalismo catalán, una parte del cual ha hecho bandera de la abolición de los toros en su afán por extirpar de Cataluña cualquier rastro de cultura española; el argumento es endeble: la verdad es que el nacionalismo catalán da tanto miedo como la bruja del tren de la bruja; también es contradictorio, sobre todo cuando quienes lo esgrimen recuerdan con razón la catalanidad de la fiesta, una catalanidad que, aunque la nieguen los ignorantes, fue respaldada en el Parlament por todos los partidos, incluidos los nacionalistas. En un artículo imprescindible (La última corrida, El país, 2-5-2004), Vargas Llosa propone una razón más convincente para la habitual pasividad de los taurinos ante las amenazas a la lidia: una mala conciencia que se explica porque "nadie que no sea un obtuso o un fanático puede negar que la fiesta de los toros" es un espectáculo "impregnado de violencia y crueldad".



“A mi juicio, hay al menos dos tipos de razones que explican su crisis y amenazan su perduración”

Este hecho notorio me parece un prólogo obligado a la defensa de la corrida. A mi juicio, hay al menos dos tipos de razones que explican su crisis y amenazan su perduración: razones éticas y razones estéticas; hay quien aduce también razones ecológicas, pero estas carecen de fundamento: como se sabe, sin las corridas el toro de lidia desaparecería. Aunque no suelen discutirse, las razones estéticas no me parecen banales. Yo no sé si el toreo es un arte, pero basta ver a José Tomás, solo e inmóvil en el centro del ruedo mientras lleva y trae a su antojo a un animal salvaje de 500 kilos con la única ayuda de su capa, para comprender que si no es un arte, se parece tanto al arte que es muy difícil distinguirlo de él; también para admitir que quizá es un arte demasiado serio para nuestro tiempo: nos guste o no, nuestro tiempo propende al arte intrascendente, al arte como diversión y entretenimiento, a un arte lúdico que desprecia o no entiende un arte que también es un juego, pero un juego en el que uno se lo juega todo, porque en él están en juego la vida y la muerte.

Las razones de orden ético son más evidentes. Vargas Llosa apela para discutirlas a Elizabeth Costello, una novela de J. M. Coetzee que es la más lúcida, radical y conmovedora defensa de los derechos de los animales que conozco: baste decir que para la protagonista -deliberado portavoz del autor- cualquier muerte de un animal es un crimen, y que los mataderos donde sacrificamos a diario miles de animales son equivalentes a los hornos crematorios nazis; la admirable intransigencia de Costello le permite a Vargas Llosa concluir que "si se trata de poner punto final a la violencia que los seres humanos infligen al mundo animal (...), habrá que hacerlo de manera definitiva e integral", no suprimiendo farisaicamente el sacrificio público de los toros y permitiendo que perduren las infinitas y secretas formas de tortura y muerte que padecen los animales. Tiene razón; pero hay más. Porque Vargas Llosa no cita u olvida que la mismísima Costello hace una suerte de defensa de la corrida; traduzco: "Matemos a la bestia a toda costa, dicen; pero hagamos de ello una contienda, un ritual, y honremos a nuestro antagonista por su fuerza y bravura. Comámonoslo también, tras haberlo vencido, para que su fuerza y su coraje nos penetren. Mirémosle a los ojos antes de matarlo, y démosle luego las gracias. Cantemos canciones sobre él. (...) A esto podemos llamarlo primitivismo. Es fácil criticar esta actitud, burlarse de ella. (...) Pero, hechas las sumas y las restas, desde el punto de vista ético hay en ella algo atractivo". ¿Qué es ese algo? La propia Costello lo insinúa: matamos al toro como a miles de animales, pero al menos al toro no lo matamos de forma abyecta después de haberle obligado a llevar una vida abyecta, sino que lo honramos antes de matarlo y después de haberle permitido vivir gozosamente y morir noblemente, peleando. A mí me gustaría que antes de votar el fin o la continuidad de los toros los parlamentarios catalanes recordasen las razones de Elizabeth Costello.

martes, 5 de enero de 2010

La tierra será el paraíso


Joaquín Leguina en La Gaceta.

Leo con atención en un suplemento dominical una larga entrevista con la vicepresidenta segunda y ministra de Economía, Elena Salgado, por ver si me ilumina en mi intento por aclarar el misterio que para mí sigue representando la ideología que alumbra el pensamiento del zapaterismo. La señora Salgado describe la España del año 2020, una vez superada la crisis gracias, claro está, a los efectos milagrosos que traerá consigo la aplicación de la consabida Ley de Economía Sostenible. Una España –nos dice la vicepresidenta– que “tendrá planteamientos éticos más consolidados, donde habrá una ayuda al desarrollo fuerte, solidaria….

Una España más cohesionada, más social, con una educación igualitaria y, por supuesto, de mejor calidad. Una España más emprendedora, menos acomodaticia, con más movilidad en el trabajo. Más flexible, más abierta, produciendo más bienes renovables. No habrá un solo proyecto de vida. Las relaciones serán más ricas”. Y concluye: “A partir de ahora no podemos pensar sólo en nosotros mismos. Hay que pensar en la madre Tierra, en las generaciones futuras. Por eso creo que seremos menos individualistas…” Y todo gracias a esa ley que, según Salgado, “es una ley ética, llena de valores”.

Este discurso, como otros muchos de parecido cariz, me llevan a formular una primera conclusión: el socialismo de ZP ha abandonado la política y se ha subido al púlpito. A lo que se ve, el zapaterismo piensa que la política no sirve para cambiar las cosas, que éstas sólo mejorarán si previamente se transforman las conciencias: la ética y los valores.

Este discurso blandengue tiene en la España de hoy unos efectos tan inocuos como el de un placebo, pero sirve para colocarse en el lado de la buena conciencia. “Somos el Bien y ellos son el Mal”. Mas tengo para mí que esta vez no va a colar esa película de buenos y malos. Las costuras se han hecho ya demasiado visibles.