lunes, 19 de julio de 2010

Oligarquías

Jon Juaristi en ABC


LOS regímenes oligárquicos, basados en la exclusión, producen mayorías sociales despolitizadas, pero fácilmente movilizables ante cualquier atisbo o mera sospecha de agresión o simple antipatía desde el exterior. El franquismo fue un ejemplo redondo de dicha categoría, como bien lo supo ver y describir, ya en 1957, un gran periodista norteamericano, Herbert Matthews. En tiempos más cercanos, las últimas manifestaciones masivas de adhesión a Franco (las famosas concentraciones en la Plaza de Oriente) se abastecieron de grandes contingentes de población apática (o, como mucho, tibiamente franquista) en torno a un franquismo activo muy minoritario.
Este comportamiento tiene su explicación. El régimen convertía las críticas que sobre él se vertían desde el extranjero en ofensas contra España. La apelación al orgullo herido de los españoles proporcionaba a las mayorías pasivas, permanentemente excluidas de la cosa pública, un sucedáneo de acción política que el régimen rentabilizaba en su provecho. Desde luego, se han dado casos mucho más trágicos de manipulación del sentimiento patriótico por dictaduras de diverso signo, como la invasión de las Falkland o Malvinas bajo la Junta Militar argentina. Ahora bien, sin llegar a tales extremos, fenómenos de tipo semejante no son del todo desconocidos en el seno de las democracias, allí donde se constituyen poderes regionales excluyentes. Aparecieron incluso en los Estados Unidos, donde la segregación racial contó con el amparo de las autoridades locales en vastos territorios del Sur hasta los años sesenta del pasado siglo.
Si en España existe hoy un caso claro de régimen oligárquico, se halla, sin duda, en Cataluña, donde el nacionalismo transversal ha conseguido silenciar toda alternativa al mismo recurriendo tanto a la presión institucional como a la violencia abierta. En Cataluña domina una especie de franquismo cuatribarrado que excluye del juego y sume en la apatía política a la mayoría de los catalanes. Una mayoría pasiva, que se abstiene en el referéndum de la reforma estatutaria, pero que se moviliza, al menos parcialmente, cuando el tripartito agita el espantajo de la agresión centralista. Ante esta evidencia, la única estrategia razonablemente democrática, tanto desde el gobierno como desde la oposición, pasaría por el fomento común de una resistencia cívica al nacionalismo. Así se ha hecho en el País Vasco, y con buenos resultados. Pero el gobierno parece considerar que no hay otra Cataluña legítima que su oligarquía nacionalista, y la oposición, confiando en una improbable división del frente estatutario, mira hacia otra parte y permite que medre en su campo un anticatalanismo visceral que se parece mucho al nacionalismo friqui de los maulets, con su empeño en recordar que Montilla es un maldito charnego. Así no se logrará otra cosa que la consolidación del régimen oligárquico y la rápida desaparición, en Cataluña, de los últimos restos de una democracia constitucional minada por los dispositivos de la exclusión. Precisamente lo que se está consiguiendo evitar en el País Vasco. Lo que allí es lucidez se vuelve estúpida ceguera cuando se mira hacia Barcelona.