domingo, 27 de diciembre de 2009

La manía de la nación


José Domingo en El Mundo.

Siempre existe una excusa para la pomposidad, para la teatralidad al servicio de la propaganda. Durante estos últimos días ha sido la del 650 aniversario de la denominada Diputación del General, antecedente histórico de la actual Generalitat. Aprovechando la ocasión, el Presidente Montilla ha proclamado que “de esta continuidad histórica, de esta voluntad de autogobierno, de esta cultura y lengua milenarias, es de donde surgen los argumentos para decir que somos una nación. Una nación no es una manía”.



Puede que la nación no sea una manía, pero si es propio de maniáticos insistir en el sonsonete nacionalista para condicionar la actividad política y pretender hipotecar la viabilidad de la propia Nación española. Tanto es así que para ellos el grado de afección o desafección de los catalanes hacía España pendería del mantenimiento de la palabra nación en el preámbulo del Estatuto.



Tan grandilocuente y fatuo es este discurso que él sólo se desacredita. Es cierto que el Parlamento de Cataluña hizo esta declaración y que, recurrente y obsesivamente, se bautiza a muchas instituciones y pactos de ámbito catalán con el adjetivo nacional. Igualmente, las normas aprobadas en el Parlament suelen ser calificadas como “de país” utilizando el término no en su acepción geográfica, sino política. Paralelamente y en sentido contrario, instituciones dependientes del Gobierno español, modifican su nomenclatura para reafirmar su carácter estatal y olvidar lo nacional como, por ejemplo, el Instituto Nacional de Meteorología que ha pasado a denominarse Agencia Estatal.



La continuidad histórica a la que apelaba Montilla desapareció hace algunos siglos del entramado institucional. La cita está justificada en el caso de las monarquías hereditarias, pero la legitimación del actual Presidente de la Generalitat se asienta exclusivamente en la soberanía nacional del pueblo español que aprobó la Constitución, no en el derecho natural, que era el que regía allá por el siglo XIV. No estamos, desde luego, ante un tema menor. Por primera vez en la historia de España en una norma del bloque constitucional se declara a Cataluña como nación y eso tiene, necesariamente, su trascendencia. No se llegó a tanto en el Estatuto catalán de la II República que calificaba a Cataluña como “región autónoma dentro del Estado español”. Para los independentistas la permanencia del concepto nación, en cuanto parada para llegar al Estado, es fundamental, pero no se comprende, sin embargo, tanta emotividad y prosopopeya en dirigentes que se autocalifican como federalistas o autonomistas.



Pero si hablamos de continuidad histórica, tendremos que referirnos necesariamente al territorio que conforma Cataluña. El Estatuto de 1979, al igual que el de la II República, configura la Cataluña actual mediante la agrupación de las provincias de Barcelona, Gerona, Lérida y Tarragona. Su base territorial es regional y responde a la suma de las cuatro provincias creadas en la organización administrativa aprobada en 1822 durante el trienio liberal y que sería respetada en la división provincial elaborada por Javier de Burgos en 1833. A través del tiempo, esta división se ha consolidado.



Sin embargo, el estatuto de 2006 ignora, deliberada y cicateramente, la referencia provincial en la delimitación del territorio catalán para preparar el campo a la veguería como instrumento de organización básica de Cataluña. La provincia siempre ha incomodado a los nacionalistas y el hecho diferencial se remarca haciéndola desaparecer del léxico político catalán. El proceso es rupturista puesto que Cataluña contará con su específica división administrativa al margen de la del Estado español.



La pretensión de algunos partidos políticos de aprobar la Ley de Ordenación Territorial de Cataluña para implantar las veguerías es disparatada. No sólo porque el modelo previsto en el Estatuto de Autonomía está pendiente de la sentencia del Tribunal Constitucional sino porque no existe consenso social ni necesidad política de hacerlo. Existen conflictos sobre el número de veguerías, sus límites, sus capitalidades e incluso su nombre y todo ello en un contexto de gran rivalidad que casi doscientos años de escenario provincial habían logrado pacificar. Además, todo ese proceso conllevará el desmantelamiento de las cuatro diputaciones provinciales para crear, al menos, siete consejos de veguerías, en un escenario de grave crisis económica en el que la austeridad en el gasto público debiera ser la primera prioridad.



De todas maneras, la falta de consenso entre los propios miembros del Gobierno sobre este tema no debe utilizarse para paralizar la Ley del Área Metropolitana de Barcelona. Una vez más, se lleva camino de anteponer el cálculo partidista, el reparto del peso territorial a la necesidad de gestionar coordinadamente los servicios e infraestructuras de millones de catalanes. Sería deseable que el Gobierno priorizase y antepusiera la mejora de la gestión a los delirios nacionalistas.

La democracia escoltada


Francisco Sosa Wagner en El Mundo


LA LEGISLATURA avanza entre trompicones y sobresaltos, enredada en asuntos diversos. Animados por la mejor intención, hay quienes despliegan una habilidad caliente para inventar problemas que llevan a cocinar desaguisados mayúsculos. A la vista de lo que ha ocurrido a día de hoy, no está mal la cosecha de año y medio de desvelos parlamentarios. Sin embargo, hay algo de lo que apenas se habla y, si se hace, es siempre en voz baja o en un imperceptible balbuceo.

Me refiero a ese objeto dormido, solitario, que vaga como un gorrioncillo perdido por los pasillos del edificio constitucional y que llamamos «reforma de la ley electoral». Han pasado muchos años desde que se diseñó el sistema actualmente vigente, por lo que el buen criterio impone revisarlo y ponerlo a punto agradeciéndole educadamente sus virtuosos servicios. Porque es un hecho que, tras las elecciones de 2008, fue tan clamoroso el dislate resultante del reparto de escaños (hubo dos partidos que, con el mismo número de votos, obtuvieron seis y un escaño respectivamente) que el propio Gobierno encargó al Consejo de Estado la elaboración de un dictamen que permitiera afrontar este problema de manera sólida y, al mismo tiempo, respetuosa del orden constitucional. Hace ya largo tiempo que este dictamen ha sido evacuado con la solvencia esperable, como hace ya largo tiempo que se encuentra constituida una Subcomisión parlamentaria a la que se encargó abordar este asunto.

Las noticias más benevolentes dicen que la tal Subcomisión duerme un sueño envuelto en espesura de silencios. Según me cuentan, a veces, una voz velada la requiere y, entonces, animosa, abre un ojo, se despereza, se yergue incluso, hasta que de nuevo alguna pócima, administrada por un malandrín o follón, la sepulta en su abismo. Y allí, a ese arcano, se lleva sus secretos, especialmente el que podría despertar a nuestra democracia.

Pues sépase que es la nuestra una democracia dormida y, como luego se verá, escoltada. Una democracia que, acunada por la nana de la derecha y la izquierda, parece haber encontrado postura en una siesta profunda, en una de aquellas siestas antiguas, de oración, pijama y orinal. Siesta peligrosa porque no es intervalo, la pausa imprescindible para tomar fuerzas, sino que tiene todas las trazas de convertirse en un descanso prolongado y pegajoso como légamo oscuro.

Buscar una fórmula para despabilar a la durmiente Subcomisión debería ser tarea urgente de los demócratas. Porque la democracia es un sistema delicado, frágil, que como tal exige cuidados y desvelos, la vigilia de sus seres queridos y cercanos. Para que no desfallezca, para que conserve su lozanía y no se agriete, ni quede a la intemperie, menos en las garras de sus enemigos. Porque no existe sistema alternativo que nos garantice una vida pacífica y de entendimiento mutuo, la democracia ha de estar provista de antenas sensibles que sepan captar aquello que en la sociedad -cuyos destinos rige- bulle y se mueve. La democracia, como ser vivo, ha de absorber los nutrientes que le permitan regenerar sin desmayo su cuerpo, abrillantarlo, tensar sus alas y, al tiempo, conjurar sus zozobras y acallar los gritos de muerte helada de sus demonios. La democracia necesita la mano audaz de la energía, la flauta de la imaginación, el bullicio en sus intimidades de la sangre hirviente de la virtud cívica.

Una democracia rígida, que no admite variaciones en su seno, se acaba convirtiendo en una democracia orgánica, yerta en sus eternidades y en la inalterabilidad de sus principios gloriosos e inamovibles. O en una de esas democracias tramposas que han instaurado donde han podido los comunistas, esos grandes secuestradores precisamente de la democracia y de las libertades a lo largo de todo el siglo XX.

La democracia no puede ser una estatua a contemplar, la piedra cincelada de una vez por todas por la mano del artista. Por el contrario, la democracia ha de saber alargar su cuello para ver las extensiones en las que cuaja el porvenir; ha de llevar en sus entretelas el gusto por la renovación de la vida en libertad. Debemos dejarnos acompañar por ella como la sombra que refleja el ansia implacable de justicia.

Si todo esto es así, es evidente que una democracia no puede caminar escoltada por dos gendarmes que, además, siempre son los mismos. Porque esto lleva a que el espectador se canse, se hastíe y le vuelva la espalda. La democracia es a veces comedia, a veces drama, siempre un poco de teatro. Y es tal condición la que obliga a renovar los decorados, el vestuario y los artistas. Para evitar el vacío de la sala mayormente.

Este peligro del vacío, es decir, de la abstención, se ha hecho visible en España en muchas ocasiones, a veces memorables, la más clamorosa de las cuales fue el referéndum del Estatuto de Cataluña, una necesidad angustiosa de un pueblo que él mismo ignoraba padecer. Y las sucesivas consultas electorales muestran en estos últimos años cómo el votante se retrae, se aleja de la urna al sentirse ajeno al sistema, desentendido de su suerte. Otra cosa es que en la valoración de los resultados se olviden esos miles y miles de votos en blanco que expresan la conciencia negra de la democracia, o no se cuente a quienes se quedaron en casa oyendo a Mozart o se fueron a tomar unas gambas a esa playa donde las brisas nos desvelan su magnífico enigma de fragancias.

En la República Federal Alemana se ha podido detectar este mismo fenómeno en las últimas elecciones legislativas celebradas el pasado mes de septiembre. Se han publicado allí varios libros que contienen una especie de juicio crítico al sistema democrático hecho por los médicos del cuerpo social. Uno de ellos hizo bastante ruido: su autor es un periodista vinculado a Der Spiegel llamado Gabor Steingart que ha llamado a la democracia alemana «la democracia robada» (Die gestohlene Demokratie, Piper, 2009). Este hombre propició una campaña bastante activa en favor del abstencionismo electoral que -como digo- desató una nada desdeñable polémica con participación de muchos ciudadanos en el debate (en parte estas voces se hallan recogidas en el mismo libro).

Hay en él un análisis demoledor de las formaciones políticas que se disputan los escaños en aquel país, como lo hay respecto del sistema electoral al que descalifica por propiciar la partitocracia, es decir, el predominio de unos partidos que no saben contraer su acción y su presencia a los ámbitos que la Constitución les acota, sino que se desparraman por todos los intersticios de la vida social, sofocándola y contaminándola con sus enredos y sectarismos.

LEYENDO SU ALEGATO, fundado y con buena asistencia de argumentos históricos extraídos de la experiencia de Weimar, yo pensaba en qué diría este hombre si conociera la realidad electoral española, donde es imposible en decenas de circunscripciones que salga elegido un diputado que no pertenezca a los partidos que escoltan nuestra democracia. Pues en Alemania, aun con la ley electoral criticada, se pasó del dúo de demócratas cristianos y socialdemócratas al terceto (con los liberales), después al cuarteto (los verdes) y hoy al quinteto, al incorporarse «la izquierda» (Die Linke), «el partido más joven que tiene en su seno el mayor número de jubilados», como divertidamente anota Steingart.

Nada de esto es posible en los pagos hispanos, cercenada de raíz como está toda posibilidad de enriquecimiento de nuestro hemiciclo por causa de una ley perversa que tiene el desparpajo de prescindir de la voz de millones de ciudadanos, es decir, de tirar literalmente su voto a la basura cuando éste no se ha dirigido en la dirección correcta. Instaurar una auténtica pluralidad de opciones, dando a cada papeleta de voto el valor que merece el ser humano que la selecciona, es ya una tarea urgente si se quiere librar a nuestra democracia de la asfixiante protección de sus escoltas.

martes, 1 de diciembre de 2009

Reflexiones de un naturalista confuso


Félix de Azúa en El Periódico de Catalunya


Confieso que soy un devoto de los programas meteorológicos. Lo primero que hago cuando llego a una ciudad es buscar el canal local para catar el programa del Tiempo. Los hay suntuosos y los hay miserables. Estos últimos indican un talante fatuo y un seso de corcho. Algunos programas del Tiempo añaden apostillas sobre rocío escarchero, nieves rosadas y crías de oso panda. Son emisiones (como manda la cadena) de Yo-amo-la-Naturaleza. Bien es verdad que la Naturaleza es una señora que se murió en el siglo XVIII y cualquiera que haya cursado estudios sabe que ese concepto es un placebo para no quedarnos solos en el cosmos. La Madre Naturaleza suplanta a la Virgen María.

En estos programas, sin embargo, se insiste una y otra vez en el tópico de que los humanos estamos destruyendo la Naturaleza, como si se tratara de dos órdenes distintos, de un lado los humanos y de otro la naturaleza. Así, por ejemplo, se dice que los humanos estamos calentando el planeta o malogrando seriamente el ecosistema. Bueno, es cierto que el clima cambia (siempre ha cambiado), que el entorno es cada vez más asqueroso (sobre todo donde yo vivo), es cierto que de repente en un río catalán aparece un cangrejo belga que se come a las vacas (también se murieron los dinosaurios), todo esto es cierto, y más todavía: los glaciares se escoñan, los ríos se pudren, el mar es una cloaca y el ayuntamiento de Barcelona ha colgado unos adornos de Navidad que parecen traídos de Somalia por esos vascos tan agradecidos. Es cierto. Pero estas catástrofes las causa la Naturaleza, si es que entiendo yo lo que denota ese nombre, y no el humano, que no pasa de ser otro invento de la evolución, como las monas. Y si las abejitas hacen panales, pues nosotros hacemos campos de fútbol y centrales nucleares. Tan "natural" es lo uno como lo otro, a menos de que Dios creara el cosmos y luego, en otro pronto, al humano entero, según sostiene Roma desde hace unos siglos.

Si la Naturaleza se está suicidando (lo que es muy posible) que no nos culpen a nosotros, pobres de nosotros.