Javier Cercas
Las líneas que siguen sólo aspiran a ser una contribución a la campaña en contra de que se supriman en Cataluña las corridas de toros, amenazadas de muerte desde que el 18 de diciembre pasado el Parlament admitió a trámite una iniciativa que propone terminar con ellas. Antes que nada advertiré que no soy aficionado a los toros y que lo único que sé de la fiesta se lo debo a mi padre, veterinario y taurino; a los tres o cuatro libros que he leído sobre el tema y a las tres corridas que he presenciado en directo. También diré que no entiendo que la línea principal de defensa de los taurinos ante la amenaza a la fiesta haya sido la apelación a la libertad y que tantos de ellos hayan proclamado: "Yo no soy partidario de prohibir nada"; vaya, pues yo sí: desde el asesinato hasta el fraude fiscal, se me ocurren muchísimas cosas que prohibir, porque la civilización consiste antes en prohibir que en tolerar, y no creo que la existencia de las corridas tenga mucho que ver con la libertad. Última advertencia: en los días previos a la admisión a trámite de la moción antitaurina me sorprendió la escasa beligerancia de los aficionados en favor de los toros. Hay quien ha explicado esa mansedumbre por el miedo que tendríamos los catalanes a enfrentarnos al nacionalismo catalán, una parte del cual ha hecho bandera de la abolición de los toros en su afán por extirpar de Cataluña cualquier rastro de cultura española; el argumento es endeble: la verdad es que el nacionalismo catalán da tanto miedo como la bruja del tren de la bruja; también es contradictorio, sobre todo cuando quienes lo esgrimen recuerdan con razón la catalanidad de la fiesta, una catalanidad que, aunque la nieguen los ignorantes, fue respaldada en el Parlament por todos los partidos, incluidos los nacionalistas. En un artículo imprescindible (La última corrida, El país, 2-5-2004), Vargas Llosa propone una razón más convincente para la habitual pasividad de los taurinos ante las amenazas a la lidia: una mala conciencia que se explica porque "nadie que no sea un obtuso o un fanático puede negar que la fiesta de los toros" es un espectáculo "impregnado de violencia y crueldad".
“A mi juicio, hay al menos dos tipos de razones que explican su crisis y amenazan su perduración”
Este hecho notorio me parece un prólogo obligado a la defensa de la corrida. A mi juicio, hay al menos dos tipos de razones que explican su crisis y amenazan su perduración: razones éticas y razones estéticas; hay quien aduce también razones ecológicas, pero estas carecen de fundamento: como se sabe, sin las corridas el toro de lidia desaparecería. Aunque no suelen discutirse, las razones estéticas no me parecen banales. Yo no sé si el toreo es un arte, pero basta ver a José Tomás, solo e inmóvil en el centro del ruedo mientras lleva y trae a su antojo a un animal salvaje de 500 kilos con la única ayuda de su capa, para comprender que si no es un arte, se parece tanto al arte que es muy difícil distinguirlo de él; también para admitir que quizá es un arte demasiado serio para nuestro tiempo: nos guste o no, nuestro tiempo propende al arte intrascendente, al arte como diversión y entretenimiento, a un arte lúdico que desprecia o no entiende un arte que también es un juego, pero un juego en el que uno se lo juega todo, porque en él están en juego la vida y la muerte.
Las razones de orden ético son más evidentes. Vargas Llosa apela para discutirlas a Elizabeth Costello, una novela de J. M. Coetzee que es la más lúcida, radical y conmovedora defensa de los derechos de los animales que conozco: baste decir que para la protagonista -deliberado portavoz del autor- cualquier muerte de un animal es un crimen, y que los mataderos donde sacrificamos a diario miles de animales son equivalentes a los hornos crematorios nazis; la admirable intransigencia de Costello le permite a Vargas Llosa concluir que "si se trata de poner punto final a la violencia que los seres humanos infligen al mundo animal (...), habrá que hacerlo de manera definitiva e integral", no suprimiendo farisaicamente el sacrificio público de los toros y permitiendo que perduren las infinitas y secretas formas de tortura y muerte que padecen los animales. Tiene razón; pero hay más. Porque Vargas Llosa no cita u olvida que la mismísima Costello hace una suerte de defensa de la corrida; traduzco: "Matemos a la bestia a toda costa, dicen; pero hagamos de ello una contienda, un ritual, y honremos a nuestro antagonista por su fuerza y bravura. Comámonoslo también, tras haberlo vencido, para que su fuerza y su coraje nos penetren. Mirémosle a los ojos antes de matarlo, y démosle luego las gracias. Cantemos canciones sobre él. (...) A esto podemos llamarlo primitivismo. Es fácil criticar esta actitud, burlarse de ella. (...) Pero, hechas las sumas y las restas, desde el punto de vista ético hay en ella algo atractivo". ¿Qué es ese algo? La propia Costello lo insinúa: matamos al toro como a miles de animales, pero al menos al toro no lo matamos de forma abyecta después de haberle obligado a llevar una vida abyecta, sino que lo honramos antes de matarlo y después de haberle permitido vivir gozosamente y morir noblemente, peleando. A mí me gustaría que antes de votar el fin o la continuidad de los toros los parlamentarios catalanes recordasen las razones de Elizabeth Costello.
lunes, 25 de enero de 2010
martes, 5 de enero de 2010
La tierra será el paraíso
Joaquín Leguina en La Gaceta.
Leo con atención en un suplemento dominical una larga entrevista con la vicepresidenta segunda y ministra de Economía, Elena Salgado, por ver si me ilumina en mi intento por aclarar el misterio que para mí sigue representando la ideología que alumbra el pensamiento del zapaterismo. La señora Salgado describe la España del año 2020, una vez superada la crisis gracias, claro está, a los efectos milagrosos que traerá consigo la aplicación de la consabida Ley de Economía Sostenible. Una España –nos dice la vicepresidenta– que “tendrá planteamientos éticos más consolidados, donde habrá una ayuda al desarrollo fuerte, solidaria….
Una España más cohesionada, más social, con una educación igualitaria y, por supuesto, de mejor calidad. Una España más emprendedora, menos acomodaticia, con más movilidad en el trabajo. Más flexible, más abierta, produciendo más bienes renovables. No habrá un solo proyecto de vida. Las relaciones serán más ricas”. Y concluye: “A partir de ahora no podemos pensar sólo en nosotros mismos. Hay que pensar en la madre Tierra, en las generaciones futuras. Por eso creo que seremos menos individualistas…” Y todo gracias a esa ley que, según Salgado, “es una ley ética, llena de valores”.
Este discurso, como otros muchos de parecido cariz, me llevan a formular una primera conclusión: el socialismo de ZP ha abandonado la política y se ha subido al púlpito. A lo que se ve, el zapaterismo piensa que la política no sirve para cambiar las cosas, que éstas sólo mejorarán si previamente se transforman las conciencias: la ética y los valores.
Este discurso blandengue tiene en la España de hoy unos efectos tan inocuos como el de un placebo, pero sirve para colocarse en el lado de la buena conciencia. “Somos el Bien y ellos son el Mal”. Mas tengo para mí que esta vez no va a colar esa película de buenos y malos. Las costuras se han hecho ya demasiado visibles.
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