La opinión de Félix Ovejero
La exposición Fent Barcelona costó 80.000 euros. Su promoción, 237.000. Un singular modo de hacer un pan con unas tortas que me recuerda un chiste del genial Perich: “Para poder construir la torre Eiffel fue preciso elevar antes un andamio metálico de mayor altura. Los elevados costes de dicho andamio arruinaron a los constructores y la torre no pudo elevarse nunca; ni siquiera se pudo derribar la estructura metálica. Pues bien, ese andamio es lo que en la actualidad se admira como si fuera la torre Eiffel.”
Barcelona ha acabado por asemejarse a muchos de sus restaurantes, que emplean más talento en bautizar los platos que en cocinarlos. En otro tiempo ese proceder era cosa del comercio ambulante, de chamarileros que sacan lustre a la parte visible del género a la espera de rematar rápido el negocio y salir corriendo antes de que el cliente tenga ocasión de tasarlo, el tente mientras cobro. Pero los tiempos cambian y, hoy, el tráfico de sueños se ha convertido en una industria con poses muy dignas, incluso dispone de su propio cuerpo doctrinal: la publicidad no nos informa de un producto, de para que sirve esto o aquello, sino de un modo de vida. Ahí es nada. El atrezzo convertido en el argumento de la obra.
Barcelona parece cada vez más un decorado de Barcelona. Si uno fuera un filósofo francés, se preguntaría si existe Barcelona. Entiéndase, no quiero entonar la enésima tarantela sobre la ciudad perdida, esa obscena cháchara que llevó a unos cuantos letraheridos, con pose de Baudelaire o de Gide, a defender la roña de la ciudad preolímpica. Una ciudad que, eso sí, sólo visitaban a horas convenidas, antes de retirarse, Balmes arriba, hacia otras calles en las que no faltaban la luz ni las condiciones higiénicas. Parecían lamentar que los que por allí vivíamos no congeláramos nuestra cochambre para que ellos pudieran mercadear de la peor manera con el sexo y los sueños de los vecinos más derrotados de la ciudad. Se habían inventado una Barcelona, canalla y maldita, y no querían que les estropearan el juguete. Fantasías de niños bien a cuenta de la miseria ajena.
Aquella ciudad está muerta y bien muerta, y el que quiera ver monos que se vaya al parque. Pero también por aquellos años olímpicos, empezó a manifestarse lo que ahora parece imponerse: el énfasis en la cosmética. Si no se podía acabar con el lado oscuro, mejor componer el gesto y adornarse. Y la ciudad se entregó al fantaseo. A mentirse. La operación no fue ajena a la extensión de un virus nacionalista que acabó por afectar a todos los tejidos de su vida social y que Félix de Azúa glosó en un memorable artículo en El País, Barcelona es el Titanic. Es sabido que ese virus, para desarrollarse, necesita de los mitos. Entre el arsenal de mitos, tres han abastecido a la ciudad hasta el empacho. Todos ellos convenientemente alentados desde las instituciones, como es normal.
El primero, la Barcelona resistente. La nuestra sería una ciudad republicana que sobrevivió al franquismo sin dejarse contaminar por él. Una verdad a medias, es decir, una falsedad. Por los diarios de Azaña sabemos que la lealtad de los barceloneses con la República no resultó conmovedora. Y, desde luego, entre las clases dominantes a Franco se lo recibió, por lo menos, con alivio. Sin ir más lejos, la familia Maragall recibió con algo parecido al entusiasmo “la liberación de Barcelona”, según nos enteramos el pasado verano. Nada que debiera sorprendernos. La reciente biografía de Martí de Riquer nos confirma lo que nos resistíamos a ver en las fotos de los días aciagos: muchos barceloneses salieron a la calle a recibir a las tropas de Franco. No todos estaban allí a punta de pistola. Sin duda, había miedo y fatiga y muchos habían emprendido el camino del exilio. Pero de lo que no cabe duda es que no hubo resistencia. Para la exacta historia del mundo, Madrid, con toda justicia, sería la ciudad de la resistencia antifascista.
El segundo mito, la ciudad rebelde. Con frecuencia, nuestra ciudad aparece como una suerte de reserva espiritual de mayo del 68. Basta con ver las manifestaciones pacifistas o antiglobalización. Seguramente, bien contadas, las cifras no son las que se dicen, pero nadie puede discutir que, en proporción a la población, deben estar entre las más concurridas del mundo. Eso seguro. Sin embargo, hay algo irreal en esas congregaciones, casi todas ellas por las causas más justas. Y es que parecen más ornamento que, si se permite la expresión, genuino instinto de rebelión. Una sospecha que se vio confirmada el verano, el maldito verano, del 2007, el del apagón y de la crisis de cercanías. Miles de ciudadanos vieron como de un día para otro su jornada laboral real aumentaba tres o cuatro otras. Y no pasó nada. Los trabajadores de la no hace tanto llamada ciudad roja se tragaron sin rechistar un retroceso de más de un siglo de conquistas laborales. Nadie levantó la voz. Y eso que, a diferencia de lo que sucedía con las otras manifestaciones, los responsables de sus males no andaban lejos y, desde luego, temían mucho más que Bush lo que los barceloneses pudiéramos hacer.
El tercer mito, el más importante, la identidad. Vaya por delante que la identidad es cosa de poco mérito. No hay nadie sin identidad y todos la tenemos sin esfuerzo. No se conquista, no se busca o alienta. La idea, por lo demás, no es clara. En todo caso, sea lo que sea la identidad, parece que tiene que ver con lo que perdura, con lo que se mantiene, con lo que no cambia o se diluye. Cuanto mayor la mezcla o la mudanza, menos estable es la identidad. Por eso, la identidad se muestra menos cambiante en aquellas ciudades en las que las gentes se van. Los estudios sobre apellidos, que nos dicen mucho de las filiaciones y las idas y venidas de las gentes, muestran que Lugo y Huesca son las ciudades españolas con una identidad más genuina. Previsible, de allí se van casi todos y no llega nadie. Esos mismos estudios nos muestran que Madrid y Barcelona son las ciudades que mejor sintetizan lo que podría ser una maqueta de España, un resumen decantado de sus gentes, algo igualmente previsible.
Claro que hay una diferencia, la lengua. Algo importante, pero sin exagerar. Y sobre todo, sin mentiras. Según la encuesta más reciente, un 31,9% de barceloneses del área metropolitana tiene el catalán como lengua materna y un 61,5% el castellano. Casi el doble. El castellano es la lengua mayoritaria y común de los barceloneses. Esa es nuestra realidad, más o menos bilingüe, y, por ende, nuestra identidad. Pero no es esa la que se invoca y la que se recrea desde las instituciones, la que se finge. Basta con echar una mirada a las páginas del Ayuntamiento, a su publicidad, a sus comunicaciones. O a nuestra televisión, a BTV, que informa sobre la ciudad en veinte lenguas, entre las que no incluye la de la mayoría de los barceloneses. Y de los emigrantes, por cierto, a esos mismos a los que apela para justificar ese Babel. A su identidad, claro. Sería bueno saber de quién exactamente. Otro modo de engañarnos.
Los tres mitos se sellan debidamente con una operación de fondo: la reescritura de la historia. Para muestra, la fuente de la que procede la información sobre Maragall, sus memorias, Pasqual Maragall: el hombre y el político, escrito por Esther Tusquets y Mercedes Vilanova. Procede, hay que precisar, no de la edición publicada, a la que faltan veinte páginas, sino de la integra, cuyos 20.000 ejemplares hubo que destruir por las presiones de la familia Maragall. Una familia como todas, o casi todas, pero con el suficiente poder intimidatorio para conseguir su objetivo. En el entretanto, en un entretanto que ya lleva varios años en circulación, desde el poder político, en la presidencia del anterior gobierno de la Generalitat y en la actual consejería, no ha habido día en el que no se les llenara la boca a los hermanos Maragall, y a los demás se nos vaciara el presupuesto, a cuenta de recuperar la memoria histórica. Hasta ahora mismo. Hace apenas dos días Pascual Maragall estaba en primera fila en el acto de apoyo al juez Garzón, en la Universidad de Barcelona, en el que, al grito de “no nos callarán”, se criticó a “quienes pretenden borrar la memoria del franquismo”. Asombrosamente allí nadie precisó exactamente quién era el sujeto culpable de tales males ¡Con lo fácil que tenían mencionar al menos algún nombre!
No resultará sencillo desandar ese camino. La fantasía crea adicción y resulta complicado apearse de la impostura. Mala cosa porque, con facilidad, se acaba en el esperpento. Y si hay algo que no debe perderse es el sentido del ridículo. Un primer paso en la terapia consistiría en mirarse al espejo sin hacernos trampas, sin afeites. A nosotros no nos quedará ni el consuelo del andamio.
sábado, 12 de junio de 2010
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