viernes, 4 de septiembre de 2009
Sobre sabios, bobos y malvados
Félix de Azúa en El País.
Imagino al viejo profesor aún errante entre París, Chicago, Ginebra, Londres, Dios sabe. Puede anidar donde le apetezca, cerca de una biblioteca, eso sí. Es viejo, pero muchos le siguen leyendo porque nunca escribió como un profesor, sino como un escritor.
Sin los judíos de Viena, el mundo germánico iba a convertirse en un cuartel de borrachos
Cierta moral idiota tiende a distinguir los crímenes de Hitler de los de Stalin
No sé cuáles pueden ser ahora sus hábitos. ¿Mira la luna cuando se tiñe de amarillo como si tuviera ictericia? ¿Le aburre leer a los trágicos? ¿Acaricia a su gato con una pizca de autocompasión? Ni idea. Sin embargo, todo lo que he leído de este viejo judío de 80 años me ha complacido y le tengo un agradecimiento que nunca podré compensar ni con una felicitación navideña. "Happy new year, dear profesor Steiner". En la cartulina se ve un arbolito adornado con bolas luminosas y a sus pies un monigote de nieve con sombrero y pipa. Felicitación de tía hidrópica y en residencia, que apenas miramos antes de arrojarla al cesto. Los últimos resplandores del amor son demasiado dolorosos.
Creo que lo que más he apreciado en George Steiner es la infrecuente atadura de modestia y soberbia, humildad y orgullo, que asocio con los judíos de novela centroeuropea. Aquellos ciudadanos que inclinaban la cabeza o bajaban de la acera cuando se cruzaban con un oficial vienés, pero que sabían con certeza cristalina que el mundo germánico podía prescindir de la totalidad del Ejército austriaco (y así fue), pero quedaría reducido a un cuartel de borrachos si se destruía a los judíos de Viena. Y así fue.
No es su saber, que es considerable, lo que me gusta de este hombre, sino lo que hace con ese saber. Yo supongo que es la misma simpatía que me produce la obra de Stefan Zweig, cuyos libros llevan incorporado el corsé, el parasol de seda, el sombrero de paja italiano, los veranos en Baden Baden y términos como "clorótico" o "mozalbete", pero que no han perdido ni un ápice de su singular sagacidad, ni esa capacidad para hablarle al lector como si estuvieran los dos sentados en un café, envueltos por el humo de los cigarros. La narración puede interrumpirse para pedir otro marillenschnaps o para encomiar la entrada de una belleza que (se dice) alivia las cargas del ministro consejero de la Guerra, y seguir al cabo de un rato en el mismo tono de voz, la misma mirada al mármol, igual recogimiento. El estilo es modesto, lo que se cuenta es soberbio.
Ahora que George Steiner está un poco cansado (¡cómo ha de abatir ver en los rimeros de la biblioteca 30 libros escritos a lo largo de una vida entera, libros excelentes, elegantes, y que sin embargo carecen ya de la menor importancia!), le habrá subido la densidad a su escepticismo.
Siempre miró la vanidad del mundo por una esquina del ojo, nunca pudo vivir sin impaciencia el oropel, el boato, la purpurina de la buena sociedad. Al final de su vida ha aceptado algunos premios y honores, sí, tampoco es cuestión de avergonzar a los admiradores, pero con una distancia e ironía tan sutiles que sus valedores ni la pillan.
No sé si volverá a escribir alguna obra de envergadura. ¿Para qué? Él ya no lo necesita. Escribió sus libros para averiguar qué es lo que quería saber. Y ahora ya lo sabe. Para compensar, sus seguidores están recogiendo papeles por aquí y por allá, escritos que habían quedado sepultos en almacenes de revistas y diarios, algunos ya desaparecidos, donde podían haber yacido para siempre hasta hacerse polvo.
Sin embargo, en muchos de estos escritos circunstanciales, a veces forzados por la intendencia, hay fantasías, ideas, juicios, que no se habría permitido en un libro "serio" que iba a ser forzosamente comentado en el Times Literary Suplement o en el New York Review of Books. Demasiada responsabilidad, sobre todo, para el comentarista. ¿Cómo vas a hacerle esa jugada? No le pongas en un compromiso.
De modo que los libros que recogen su obra menor guardan algunas de las mejores páginas que le he leído, justamente porque aparecieron en ciertos medios a cuya clientela conocía como a su cepillo de dientes y no corría peligro ninguno mostrando su vena sarcástica.
En el último de ellos (hasta el momento) se recogen casi 30 artículos publicados por la revista americana The New Yorker (la traducción española está en la editorial Siruela) cuyos lectores forman un compacto biotopo de ejecutivos liberales, profesores de mediana edad, acomodadas matronas con ventana a Central Park, judíos cultivados y un manojo de radical chic. Es como escribir para tus hijos. Puedes permitirte burlas sobre los abuelos que nunca incluirías en una conferencia.
Es el estupendo equilibrio entre modestia y soberbia lo que le permite ser el mejor introductor de Thomas Bernhard en el mundo anglosajón, sin escatimar una colleja por el exceso de jeremiadas. O alabar como es debido el teatro de Brecht, sin ocultar la abyección moral del personaje. Poner en su sitio la radical belleza de la música de Webern, sin olvidar su confusa relación con los nazis. O, por el contrario, esclarecer la naturaleza criminal de Albert Speer sin negar su inteligencia, tan codiciada por los occidentales: fueron los rusos quienes impidieron que Speer se convirtiera en un ejecutivo de la élite industrial americana, como tantos otros nazis.
Si hubiera de destacar una sola de las virtudes que trae consigo este asombroso equilibrio entre humildad y orgullo, yo diría que es su coraje para asumir la identidad ética de comunismo y nazismo, así como para denunciar esa moral idiota de tantos europeos que tienden a distinguir los crímenes de Hitler de los de Stalin, justificando los de este último como "más comprensibles". Steiner es uno de los escasos escritores que desde hace muchos años (últimamente esta idiotez moral parece que disminuye) ha puesto las cosas en su sitio. Quizás porque sabe que el antisemitismo estalinista no tuvo nada que envidiar al nazi.
Mucho antes de la caída del muro de Berlín, en 1980, escribió Steiner un artículo magistral. Es uno de los más largos del libro y el más hermoso que he leído sobre ese sujeto repugnante que fue sir Anthony Blunt. No escatima alabanzas para el experto en barroco y neoclásico, ensalza las monografías que escribió Blunt, especialmente la de Poussin, no la hay mejor. Tampoco se ensaña con el personaje, cuya traición como agente doble del espionaje soviético y de los servicios británicos toma en su artículo un carácter turbio que luego expandiría John Banville en una estupenda novela.
En cierto modo, George Steiner quiere entender las debilidades de Blunt, su rencor contra la ignara clase alta inglesa, la sed de afirmación de un homosexual que podía ser condenado a penas humillantes. Pero entender no es comprender. El objeto de su artículo no es Blunt, sino aquellos que, una vez descubierto, juzgado y condenado, aún le defendían porque era "uno de los nuestros". En particular, sus colegas de Oxbridge, la aristocracia universitaria británica, los nacionalistas de la sabiduría.
He aquí lo que me lleva a sentir tanta simpatía por este hombre altivo y respetuoso: sabe cabalmente quién es un criminal, aunque alguno de ellos posea un talento del que carecen las gentes honradas. Al criminal hay que entenderle y castigarle sin ánimo de venganza. Pero a quien no se puede perdonar es al tullido moral que defiende o "comprende" a los criminales.
Como decía Cipolla, podemos llegar a entender la coherencia de un malvado, pero el imbécil es perfectamente incomprensible. Y detestable. La soberbia nos pide que tratemos de entender al criminal para combatirlo mejor. La modestia nos obliga a renegar del idiota que lo justifica. Así lo hizo Steiner sabiendo a lo que se arriesgaba, con el soberbio orgullo del modesto.
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