La opinión de Fernando Savater en El País.
Nos asegura Nietzsche que la civilización se funda en la capacidad de prometer. Pero si hubiese tenido ocasión de escuchar los diversos modos en que prometieron acatamiento a la Constitución los electos en los pasados comicios generales de nuestro país, quizá le hubieran entrado algunas dudas sobre su rotundo principio. Hubo un recital de imaginativas restricciones y coletillas de variados acentos, desde el ya conocido "por imperativo legal" hasta "a pesar de mis convicciones republicanas" y cosas así. Por lo visto abundan los parlamentarios y senadores que consideran esa ocasión solemne pero ritual como algo semejante al momento de recibir el Oscar, en el que los galardonados tienen que expresar en pocas palabras sus convicciones pacifistas, su militancia ecológica o al menos su inmenso agradecimiento a la madre recientemente fallecida.
Admito que nunca he comprendido del todo la argumentación del Tribunal Constitucional para aceptar el remiendo "por imperativo legal" a la promesa del cargo. Primero, porque es una vaciedad: todos los que se someten a ese ritual lo hacen obviamente para cumplir un requisito legal y no movidos por una irrefrenable afición a jurar o prometer cosas. Pero es que además, según el dictamen del TC, esa reserva no altera el contenido afirmativo del pronunciamiento y en cambio es concorde con el pluralismo ideológico constitucionalmente reconocido, entendiendo la ley de leyes de modo integrador y no excluyente. Vamos a ver: si la Constitución consagra el pluralismo, ¿por qué nadie tiene que aceptarla expresando algún tipo de reservas? A los únicos que excluye la Constitución, claro, es a quienes la rechazan: a los que pretenden modificarla los integra sin remilgos, porque incluye mecanismos constitucionales para ello. Si el añadido de marras en nada modifica la respuesta afirmativa, ¿a qué viene? ¿No es algo así como cruzar los dedos con la mano en la espalda mientras aseguramos al jefe que estábamos con gripe y no en el puticlub?
El TC considera, por lo demás, que el juramento o la promesa son supervivencias de épocas en que ciertas fórmulas verbales creaban deberes jurídicos y compromisos sobrenaturales. Estos últimos, desde luego, para nada interesan a un Estado laico y por tanto la Biblia y el crucifijo son arcaísmos difíciles de justificar (¿qué parafernalias religiosas deberíamos ir preparando para cuando tengamos ministros musulmanes o budistas?). Pero en cambio permanecen vigentes abundantes deberes jurídicos que brotan de manifestaciones orales o escritas, a veces la simple firma al pie de un documento (la máxima condensación del formulismo verbal). Son expresiones performativas, o sea que no solo "dicen" sino que "operan" ciertos efectos legales. Por medio de ellas contraemos matrimonio, asumimos contratos, hacemos compras y ventas, etc...: es decir, son fundamento de obligaciones propias que asumimos o ajenas que nos consideramos facultados para exigir.
¿Habrá que suprimirlas todas como residuos del pasado y abolir la promesa, aunque le duela a Nietzsche? Porque no parece decente que los mismos que cumplen escrupulosamente las formalidades cuando compran un piso y exigen que el árbitro determine la posición de los equipos en el campo lanzando una moneda al aire y no según el vuelo de las aves solo se opongan a los convencionalismos a la hora solemne de representar a los ciudadanos. Como siempre nuestros bravucones y matamoros guardan sus desplantes para quienes menos se quejan y mejor les recompensan: las instituciones de España. ¿No será mejor generalizar el uso de apostillas aclaratorias según prefiera la parte contratante o contratada? Podría ser una solución y hasta permitiría expansiones poéticas: "aunque la tierra es del viento, pagaré este arrendamiento", "vendré todas las mañanas, aunque nunca tenga ganas"... Y la más decisiva y frágil: "Sé que todo es pasajero, pero juro que te quiero".
martes, 17 de enero de 2012
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