jueves, 11 de octubre de 2012
España como problema
La opinión de Francisco Sosa Wagner en El Mundo.
La situación política e institucional en que se halla España es penosa. Si queremos formularlo de manera sencilla podemos decir que, en puridad, «no hay dónde mirar». Da igual que hablemos del Tribunal Constitucional, del Gobierno, de los bancos, de los parlamentos, de las cajas de ahorro, de la universidad, del Rey y de la monarquía, de las comunidades autónomas, de los municipios o de las provincias… todo está empantanado, las apariencias de falsos paraísos se nos han desvanecido.
Preciso es decirlo con claridad: tenemos unas instituciones públicas de cartón-piedra y desde ellas, desde su fragilidad, desde su condición de simples sombras constitucionales, es imposible hacer frente a ningún empeño serio. Ante esta pavorosa situación, resulta un lugar común sostener que «faltan intelectuales» y se evocan tiempos en los que estos ejercían una función de faros o guías en los grandes debates nacionales.
Si miramos a nuestro pasado, una época especialmente tormentosa fue la que se sitúa en los principios del XX conocida como crisis del 98. En buena medida podemos compararla a nuestras actuales desgracias pues, si entonces certificamos la pérdida de los últimos jirones del imperio, ahora hemos de certificar el desvanecimiento del Estado, al menos en la imagen que el siglo XX fabricó del mismo y nos legó. Si entonces lloramos sobre los despojos de la patria vencida, ahora lo hacemos sobre los títulos de una deuda que se desparrama a la manera de un tumor infectado y venenoso.
Pues bien ¿qué es lo que escribían los «cráneos privilegiados» de esa época cuando advirtieron la palidez de las señales que estaba emitiendo España? Es decir, cuando se vieron obligados a pensar en Españacomoproblema, título este que dio Pedro Laín Entralgo a un documentado ensayo (que tuvo su réplica, desvaída, en la España sin problema de Rafael Calvo Serer).
Por aquellos años, cuando las Filipinas en Asia o Cuba en América, ya eran espuma o el recuerdo de los horrores de la manigua, se empieza a hacer consistente la meditación sobre Europa. El más despachado fue Unamuno con su lema de «españolizar Europa», un aspaviento que se vería obligado a matizar. Fuera de los casos de un Ángel Ganivet que sueña con una España convertida en «la Grecia cristiana» o Ramiro de Maeztu para quien el camino acertado es el de la Hispanidad, lo cierto es que en los regeneracionistas de Joaquín Costa y en los ensayistas del 98 o del 14 hay un claro latido europeo que, sin embargo, pronto abandonarían para ensimismarse con la tierra, con el idioma o con el arte.
Ninguno de ellos tuvo una idea clara de lo que era Europa, viajaron poco y en idiomas andaban flojos -fuera de los casos de Unamuno y de Antonio Machado, profesor de francés-. Significativo es Manuel Azaña que vivió en Francia y, sin embargo, lo vemos encerrado en las fronteras españolas cuando está ocupando la Presidencia del Gobierno. Por sus escritos sabemos que casi su único contacto exterior era el embajador de Francia en Madrid y advertimos asimismo cómo ignora la llegada de Hitler a la cancillería y las barbaridades que los nazis pronto comenzaron a perpetrar, entre otras novedades de bulto de la política europea. De la Sociedad de Naciones habla sin entusiasmo y se alegra de que Lerroux anduviera por allí, para él un alivio pues se ha evitado que enredara por España. En las Memorias de Salvador de Madariaga hay abundantes pruebas de la alergia que producía al Azaña gobernante viajar o entrevistarse con mandatarios extranjeros. Lo suyo era acercarse en coche al Escorial y los pequeños desplazamientos a la sierra.
Apoyados en la pértiga del tiempo llegamos al único pensador que sí sabía lo que significaba la apuesta europea. Me refiero -claro es- a José Ortega y Gasset. «Europa es ciencia antes que nada: amigos de mi tiempo, ¡estudiad! Y luego, a vuestra vuelta, encendamos el alma del pueblo con las palabras del idealismo que aquellos hombres de Europa nos hayan enseñado». Un texto que hubieran suscrito Ramón y Cajal y el resto de los hombres de ciencia contemporáneos -Gregorio Marañón, Pío del Río Hortega…-. Por eso Ortega tiene claro que «si creemos que Europa es la ciencia, habremos de simbolizar a España en la inconsciencia». Y el método para europeizar a España, para que pase de la inconsciencia a la ciencia es la educación. Una educación que no es obra de la espontaneidad sino «de la reflexión: hemos de fingirnos un yo ideal, simbólico, ejemplar, reflexionando sobre el alma y el carácter europeos». No es necesario insistir: las enseñanzas de Ortega -¡tan primorosamente escritas!- siempre están de actualidad y a ellas es preciso volver cuando se quiere meditar sobre España y Europa.
De sus enseñanzas vivimos quienes proponemos recetas para que Europa avance hasta dar con una fórmula que evoque -aunque no coincida- con la de los Estados Unidos de América pues sólo desde ella podremos hacer frente a las conmociones que está viviendo el planeta. En este sentido es falso que no existan intelectuales en España que estén cuidando la brújula de la buena dirección. Los hay y están presentes en los debates nacionales.
Lo que sí echo en falta es la denuncia de la situación interna española con la energía que la situación exige. Aunque se atisban indicios de desentumecimiento, es preciso que el murmullo devenga en discurso, que los pocos solistas que hoy tararean se conviertan en un coro que inunde el escenario. Y hay que llamar a las cosas por su nombre: es preciso reformar el sistema electoral y reformar la Constitución. Y como a este texto le hemos bajado de su pedestal mítico el verano pasado, cuando en un aleteo de mariposa le incorporamos un artículo barroco, vamos a defender que lo mismo se haga este verano o un poco más allá, acaso cuando los árboles pierdan su pudor y se nos muestren in puribus. Con el apoyo del artículo 167 de la Constitución hay que transformar el título referente a las comunidades autónomas y diseñar una nueva Administración local, hay que suprimir el Consejo General del Poder judicial, hay que dotar a las universidades de un nuevo sistema de gobierno que las libere del cerco feudal en el que están aherrojadas. El sistema de nombramiento de los magistrados del Tribunal Constitucional es muy arriesgado de cambiar pero, si se desplazara su sede a una capital de provincia sin AVE, se habría dado un paso de gigante. De las cuestiones económicas nos ocuparemos con nuestros socios europeos, lo que resulta muy tranquilizador.
¿Sueño? Probablemente, pero es que sólo tras el sueño se oirán «cantar los gallos de la aurora», como quería Antonio Machado.
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