La opinión de Jesús Royo en La Voz Libre.
Mi propósito, lo único que me guía en la aparición semanal de estos artículos, es desmontar los tópicos, las mentiras establecidas, los argumentos falsos que encandilan a la gente poco avisada. El nacionalismo suele ser una fuente inagotable de sofismas, consignas y juicios que llevan el signo indeleble de la triquiñuela y la trampa mental. Por eso -no tiene gran mérito, lo reconozco- me apasiona descubrir esos dobles fondos, los entresijos que pueblan el discurso nacionalista.
Pues bien, uno de esos platos podridos, aunque impecablemente presentados, es el discurso de la solidaridad entre comunidades autónomas. En el proyecto de pacto fiscal, apadrinado por el president Mas, la solidaridad con las autonomías pobres cumple el papel del gusano que recubre el cruel anzuelo. La soberanía fiscal no comporta, dicen, romper la necesaria y justa solidaridad con los territorios más desfavorecidos. Solidaridad, sí, dicen, ¡pero no expolio! O sea, con la propuesta de pacto fiscal pagaremos menos, que de eso se trata, y encima nos pondremos la medalla del mérito solidario. No haremos como los insolidarios vasconavarros (hay que entender: al menos de momento), que se limitan a pagar los servicios que reciben del Estado, no. Nosotros queremos contribuir a mitigar el atraso y las penurias de la España profunda. Con tal de que lo utilicen bien, ¿eh?, que no se entreguen al refocile, al cachondeo y a la fiesta permanente, tracatrá y venga finito por las bodegas. Y sobre todo, que no nos adelanten por la derecha, que no se pongan a nuestro nivel en bienestar y categoría social: hay que mantener el principio de ordinalidad.
Ese discurso, amplificado y repetido por los innúmeros e incansables terminales mediáticos del nacionalismo, ha penetrado ya en la sociedad. Y ha llegado a ser absorbido, incorporado y aceptado por las -digamos- izquierdas: el PSC, Iniciativa, UGT y CCOO. Y lo más suave que cabe decir es que se trata de una estafa. Otra más. Y que no lo llamen solidaridad, que suena bonito y dulce. Que lo llamen por su nombre: privilegio, desigualdad, robo impune a todos los ciudadanos. Y encima burla y escarnio.
Todo empieza en la consideración de la comunidad autónoma como sujeto fiscal. No lo es, ni lo puede ser, ni lo será mientras tengamos esta Constitución. Todos los españoles pagamos igual, de acuerdo a nuestra renta. Incluso los vasconavarros, pero esa es otra. Está claro que los ricos pagan más, pero no por solidaridad, sino porque la misma fórmula rige para todos, ricos y pobres. Toda la polémica sobre las balanzas fiscales fue y es pura intoxicación, que nosotros, las izquierdas del tiempo de Maragall-Zapatero, ingenuamente avalábamos porque “¿a quién puede ofender conocer los datos?”.
La intención oculta de la polémica era colarnos de matute su ideario, y en parte lo han logrado: que pensemos en términos de sujeto autonómico-regional: “nuestros impuestos”, “nuestra riqueza”, “os damos parte de lo nuestro”, “Cataluña paga más”, etcétera. ¿Qué es eso de que Cataluña paga más? Cataluña no paga nada, no es sujeto fiscal. Quienes pagamos somos los catalanes, y lo hacemos igual que el resto de españoles, y como españoles que somos. Cataluña es una manera de hablar, una entidad derivada, un concepto. Cataluña no es nadie. Pero el lenguaje tiene trampas: Cataluña parece ser patrimonio natural y soberano de la Generalitat. Por lo que, al decir “los impuestos de Cataluña” o “el déficit fiscal de Cataluña”, se da a entender que esos impuestos “pertenecen” a la Generalitat, aunque de momento los retiene la Hacienda del Estado. Cuando se cree la Agencia Tributaria Catalana, parecerá como una restitución, la devolución largamente soñada de algo justo, necesario y natural. ¡Ay, las trampas del lenguaje!
miércoles, 10 de octubre de 2012
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