miércoles, 25 de febrero de 2009

País, paisaje, paisanaje.

La opinión de Félix de Azúa en El Periódico de Catalunya:





Abundo en un artículo anterior: en mis años de universidad, cuando la Economía Política era la asignatura que nos iba a salvar de la criminal estupidez capitalista, siempre producía una considerable satisfacción constatar cómo los teóricos liberales coincidían con el dictamen estrictamente marxista de que los feroces totalitarismos europeos habían sido causados por el derrumbe económico. La ley de los ciclos de crecimiento, seguidos por otros de depresión y pobreza, no la negaba nadie. Creo que todavía hoy sigue siendo el dictamen general de los economistas. En consecuencia, los expertos deben de estar ya preparándose para el totalitarismo.
No me extrañaría que se diese la curiosa paradoja de que, por ser esa la interpretación canónica, acabe realizándose, ya que no es infrecuente una profecía que genera su propia constatación. Cuando, antes de cualquier prueba fehaciente, hay un convencimiento dogmático extendido, los engranajes sociales trabajan denodadamente para conseguir pruebas que demuestren el dogma. Así funcionan el nazismo, el estalinismo, el castrismo, el franquismo, el maoísmo y todos los sistemas que inventamos los humanos cuando nos entra el pánico y queremos asegurarnos el corral. El proceso es irreversible y acabamos todos entre rejas, presos y guardianes.

EN LOS ÚLTIMOS meses, y como no podía ser de otro modo, los talantes totalitarios, tan acendrados y aplaudidos, tan gerenciales en nuestro país, están comenzando a limpiar sus trabucos. Vi con inquietud a los castristas de Izquierda Unida y de ICV exigir a gritos que alguien nos encadene, que venga de una vez el gran macho que nos domine. El temor a la libertad es la más vieja tradición española. Más inquietante aún fue leer en el periódico de la burguesía de Barcelona a un cómico que tiene un éxito loco en la televisión local quejándose por una encuesta según la cual apenas un 5% de la población catalana se interesa por la política catalana. No decía que habría que obligarles, pero se le notaba la irritación. "No son como yo", venía a decir. "Hay que conseguir que nuestra gente crea en sí misma". Y eso se traducía en: "Y por lo tanto, que se adapten a mi identidad". Ni se le pasaba por la cabeza que quizá el tullido moral era él, que se gana la vida explotando a los políticos con chistes de colegio. Ahora predica desde la tele, pero pronto ejercerá desde un despacho. Entonces se habrá acabado el chiste.
Dicen las prospecciones que en Francia la extrema izquierda ya ha superado a los socialistas. Y dicen las proyecciones electorales que en la Europa rica --los países escandinavos, los flamencos, los holandeses, buena parte de Alemania-- viene subiendo exponencialmente la extrema derecha. Eran sobrecogedoras las imágenes del proletariado britá- nico exigiendo a gritos que los puestos de trabajo se reserven para los nacionales. Recordé que en la última crisis económica, el proletariado francés que votaba por el Partido Comunista se pasó en bloque a Le Pen. La extrema derecha es el mejor refugio de la extrema izquierda y viceversa. Cuando no se matan entre sí, se adoran. No hay nada tan espeluznante como leer las justificaciones que escribieron los burócratas franceses del Partido, entre ellos Louis Aragon, cuando Stalin firmó el pacto con Hitler. Esa connivencia profunda se expone con lucidez en el mayor clásico ruso (y comunista) del siglo XX: Vida y destino, de Vasili Grossman.
Da escalofríos pensar en cómo se producirá esa partición violenta en nuestro país. De momento son solo fenómenos dispersos, como vagos relumbres en el horizonte. Uno que pide dictaduras a la cubana, otro que reclama autoridad y rigor, muchos que exigen una nacionalización radical de la política. Cuando los relámpagos se conviertan en tempestad, constataremos que 40 años de convivencia no son nada comparados con 10 siglos de guerra civil. Nuestra tradición manda que todo el mundo ha de ser forzosamente igual, o sea, igual a Mí. A eso le llamamos identidad, un modo maquillado de mencionar el amor al uniforme.

EL PASADO FIN de semana me acerqué al espolón de L'Estartit para ver una vez más cómo el bravo mar se había llevado de una dentellada uno de los espacios más emocionantes de lo que queda de Costa Brava. Constaté que aquello no se va a reconstruir nunca. Anduve luego hablando con el amable regente del Club Náutico, con los comerciantes de Torroella, con el paisanaje de aquel lugar por el que siento un afecto parecido, creo yo, al que se suele denominar "amor a la patria". Luego paseé con el podenco de unos amigos de Llabià, bicho conejero y socarrón, por el camino bordeño que da sobre el viejo lago, uno de los paisajes más enteros de la zona, cultivos que pudo pintar Jan Memling. Los verdegrises del pinar, el polvo plateado de las encinas, y sobre todo la nube de pétalos blancos sobre cada almendro contra un cielo de loza, eran de una cortesía jovial. Pensaba en el buen país, el notable paisaje y el cordial paisanaje que quizá dentro de poco se convierta en una hoya de furias en la que cada cual querrá imponer violentamente eso que él llama "su identidad" y que no es sino un modo delicado de hablar del gran deporte nacional: marcar el paso.

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