lunes, 22 de diciembre de 2008

Jugadores de cartas


Antonio Muñoz Molina, en El País:

El encuadre lo es todo: en la pintura, en el cine, en la fotografía, un límite casi siempre rectangular contiene lo que vemos y al mismo tiempo sugiere lo que queda fuera, que equivale a lo que las palabras de un relato no dicen y al tiempo que hay justo antes del principio e inmediatamente después de la música. Después de la música queda su resonancia fantasma flotando en el aire, un silencio que ya no es el mismo que había antes de que empezara. Escribir sobre algo es no escribir sobre otro asunto que se deja de lado; contar una historia es no contar otra que habría sido igual de posible, y por eso la maestría algunas veces consiste -en Henry James con mucha frecuencia- en contar algo y al mismo tiempo estar contando o sugiriendo lo contrario. Corregir lo escrito es muchas veces borrar y tachar: es el peso de lo no dicho y sin embargo presente lo que al gravitar sobre las palabras les da esa densidad misteriosa cuyo resultado es la poesía. En el Quijote, Cervantes atribuye a su cronista embustero y apócrifo Cide Hamete Benengeli una aspiración que siempre me ha parecido enigmática: ... y pide que se le alabe no por lo que dijo, sino por lo que dejó de decir. Un arte por naturaleza tan económico como la historieta logra sus mejores efectos de concisión gracias al encuadre y a la elipsis: en las dos o tres viñetas de una tira diaria de Charlie Brown o de Calvin y Hobbes se asiste a la maestría de quien lo dice todo dibujando lo mínimo, usando las mínimas palabras. En muchos cuadros y fotos memorables, la persona retratada mira algo que nosotros no vemos porque está más allá del encuadre, y esa imposibilidad de saber refuerza en nosotros la intuición de una conciencia y una voluntad soberanas que son más perceptibles porque no podemos acceder a ellas.
No es una cuestión estética: necesitamos relatos con principio y fin, y marcos que confinen una dosis limitada de la experiencia para entender el mundo. El espectáculo es demasiado amplio y fluye a una velocidad excesiva: como el científico, el observador que hay siempre en cada uno de nosotros elige un fragmento significativo para analizarlo en el microscopio de la atención, recoge en un tubo de ensayo una gota de esa corriente que de otro modo lo aturdiría. La neurociencia desbarató hace ya mucho la ilusión de que los sentidos recogen y trasladan a la mente las cosas tal como existen fuera de nosotros: los ojos como una cámara de recibir imágenes, los oídos una grabadora, etcétera. Lo que vemos, lo que escuchamos, lo que percibimos, es un relato selectivo, muy organizado, no reflejo pasivo, sino sofisticada construcción, ajustada a lo largo de millones de años por la evolución para responder a las necesidades de nuestra supervivencia. No hay, en rigor, colores, sonidos, volúmenes: hay ondas, de longitud y frecuencia diversas; partículas o pulsaciones moviéndose en un espacio casi por completo vacío, en el que además una gran parte de lo muy poco que nuestros instrumentos de observación más refinados llegan a captar es tan desconocido que se le ha dado el nombre de materia oscura (la ciencia es uno de los últimos refugios del lenguaje poético).

El relato, la viñeta, el fotograma, el cuadro, el experimento, enfocan la atención sobre sí mismos, sobre la limpidez y la intensidad de su forma, pero también nos avisan de que hay algo detrás, o por debajo, o más allá del marco; que en realidad ellos no son el mensaje, sino los mensajeros; no la solución del enigma, sino una pista que nos permitirá adentrarnos un poco más en él; no el territorio, sino tan sólo el mapa; una moneda, pero no el tesoro; el capitel de una columna o el trozo de mosaico que delatan la existencia de toda una ciudad sepultada; el residuo de ADN en el que está cifrado el espanto de un crimen.

Hemos visto estos días las fotos tristemente habituales del crimen, y como las hemos visto ya tantas veces, su obscena repetición, su monotonía sanguinaria, nos dejan en un estado de embotamiento moral: el empresario asesinado por los pistoleros de costumbre, el escándalo de la sangre manchando la acera, rebosando la manta o la sábana con la que se ha cubierto a toda prisa el cadáver, no se sabe si por piedad o por quitarlo de la vista cuanto antes, para que no importune, para que pueda ser olvidado más rápidamente, disuelto en una estadística, de modo que sea más fácil ennoblecer a los asesinos o incluso, si se presenta la oportunidad política, aceptarlos como interlocutores, concederles un respeto que se escatimará a sus víctimas.

Todo esto lo hemos visto ya, y no es improbable que tengamos que pasar la vergüenza de volver a verlo, y de que si manifestamos no ya nuestro asco, sino nuestra disconformidad, merezcamos de nuevo el insulto de los que hayan vuelto a descubrir el fondo bondadoso de los asesinos, su generosidad conciliadora. Lo que no habíamos visto era esa foto que publicó el diario El Mundo, y que no da más miedo y ha despertado más escándalo no por lo que hay en ella, sino por lo que no se ve, lo que está fuera del encuadre, a unos pasos de esos jugadores de cartas que se disponen a continuar, en su bar de siempre, la rutina gustosa y trivial de todas las tardes. En una de las fotografías más hermosas del siglo pasado se ve a una mujer negra, con abrigo y sombrero, sentada apaciblemente en un autobús, mirando por la ventanilla: es Rosa Parks, que el día 1 de diciembre de 1955 no quiso levantarse de uno de los asientos del autobús reservados a los blancos. Esa escena de una serenidad contemplativa oculta el heroísmo de una mujer que ha decidido no dejarse humillar nunca más y el mundo de segregación, crueldad e injusticia que hay más allá del encuadre.

En la foto de Azpeitia tampoco hay nada alarmante, ni siquiera llamativo, entre otras cosas porque los tipos humanos que aparecen en ella irradian bastante menos nobleza que la señora sentada en el autobús, en un delicado contraluz que acentúa su distancia en el tiempo. Ésta es una foto con una rudeza de bar español, de voces roncas y humo acre de tabaco, de televisor con el volumen demasiado alto y musiquilla de máquinas tragaperras. Lo que estos hombres discutan importará mucho menos que lo que estén callando. Lo que delimita el encuadre sería un episodio neutro de la áspera cordialidad de la vida española si no fuera por lo que sabemos que está un poco más allá. Hasta ayer mismo, el hombre derribado en el suelo en medio de un charco de sangre casi en la puerta del bar era uno de los que se sentaban a jugar esta misma partida. Acaban de matarlo, pero sus amigos del alma ya le han encontrado un sustituto. Las peores infamias no las cuentan las palabras ni las muestran las fotografías. Suceden en la normalidad y en el silencio.

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