lunes, 11 de mayo de 2009

La triste verdad catalana


José García Domínguez en Libertad Digital.

A propósito del muy tedioso asunto de las lenguas propias e impropias de Cataluña, hay una evidencia que no puede seguir negándose por más tiempo: la complicidad activa de la sociedad local ante la fulminante expulsión del español de la vida pública. A estas alturas del delirio colectivo, iría siendo hora ya de olvidar la fantasía pueril que aún pretende a una mayoría de catalanes buenos oprimidos y amordazados por una siniestra y todopoderosa elite de nacionalistas malos.

Así, desde la honestidad intelectual, no cabe seguir esgrimiendo, por ejemplo, que los enunciados críticos de los disidentes resultan censurados antes de poder llegar a sus cándidos y "alienados" destinatarios últimos. Eso, simplemente, no es cierto. Sí llegan. Claro que sí. Un notable grupo de intelectuales y periodistas indígenas lleva años difundiendo razonamientos contrarios al obsesivo acoso institucional contra el y lo español en Cataluña. Resultado: en el mejor de los casos, fría indiferencia; en el más frecuente y habitual, hostilidad abierta, repulsa activa y rechazo manifiesto, cuando no violencia latente. Es peor que sórdido, pero es la verdad.

Ahora, con esa solución final para el idioma apestado que han dado en llamar Ley de Educación de Cataluña, ha vuelto a constatarse lo mil veces sabido: las muestras de repudio frente al integrismo gramático siguen siendo estrictamente testimoniales, poco más que marginales; al punto de que ni siquiera pierde excesivo tiempo con la cuestión esa pasarela de jóvenes sobradamente arribistas que se coló en Ciudadanos con tal de hacer carrera donde fuera, como fuera y con quien fuera. Y pensar que basta con entender apenas un párrafo de Argumentos para el bilingüismo, el libro de Jesús Royo Arpón, para descifrar de golpe las claves todas del nada misterioso enigma catalán:

[A mediados del siglo XIX] La lengua, que estaba en las últimas y a punto de ser abandonada como un trasto inútil, de repente se tornó muy útil: funcionó como marca diferencial entre los nativos y los forasteros. Y eso, evidentemente, tenía consecuencias en cuanto al reparto de los bienes sociales, o sea, del poder (...) Los que tienen el catalán como lengua materna lo valoran como una marca entre ‘nosotros’ y ‘ellos’. Y el inmigrante lo valora aún más, como el medio para ascender un peldaño en la escala social.

Y es que la verdad resulta tan míseramente simple como eso.

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