lunes, 4 de mayo de 2009

Las Mondas


Un artículo de David Trueba.


Nadie ignora que la vida de los políticos es cruel. Están los espiados por sus propios compañeros de partido o los que saben que su patrón roba, recibe prebendas y es un corrupto y aun así callan por errónea fidelidad o a la espera del premio particular que compense su mal cuerpo. Luego está lo transitorio de su oficio. En la reciente renovación de ministros del gobierno de Zapatero ha habido estampas trágicas. El responsable de Cultura fue descabezado mientras estaba de visita oficial en el Museo Egipcio de El Cairo y no debió de sentirse muy distante de la momia de Sennedjem, embalsamada para la eternidad. Otro estaba recogiendo a su hijo para irse de vacaciones de Semana Santa cuando le anunciaron el retiro forzoso, es decir, las vacaciones no serían un paréntesis, sino un estado permanente. Y así me imagino la ristra de ceses y nombramientos, convertida la política en una especie de montaña rusa emocional donde uno nunca lleva los mandos de la nave. A los nuevos ministros los recibe un rastreo minucioso de su pasado y aquí te espero amenazante. Leí a un literato de éxito culparles de que en cuanto se suben a un coche oficial pierden el contacto con la realidad, pero supongo que pierden ese contacto tan útil igual que un escritor que gana premios millonarios y ya no pisa la calle si no es para dar conferencias bien remuneradas: la paja en el ojo ajeno. Pero quizá la salida más jugosa es la del ministro de Economiía, Pedro Solbes, que ha sido ministro en varias legislaturas, comisario europeo, responsable casi continuo de las políticas económicas de nuestro entorno. Se lo lleva por delante la crisis, la misma crisis que él, como buen Pedro, negó tres veces, la maldita crisis que él sabe muy bien que no es tal crisis sino una limpieza brutal de residuos malsanos, que castiga al humilde con más virulencia que al poderoso. No creo que haya nadie que dude del conocimiento de Solbes sobre la materia económica. Y sin embargo los sabios de cada día, tertulianos y articulistas, expertos y aficionados, los mismos que tampoco supieron ni predecir ni prevenir la que se nos venía encima, le han clavado, en la caída, todo tipo de puñales. Lo han llamado pasivo, achacoso, superado, falto de iniciativa. A lo mejor Solbes sabe que nada puede hacerse, que todo el endeudamiento es parchear el enorme agujero contable. Lo que está claro es que para la vida política ya era alguien amortizado, por más que tuviera ese aire de sabio taciturno que seguramente duerme a su nieta recitándole las comparativas del Producto Interior Bruto de los países de la zona euro.

Ahora es sólo la monda de un fruto exprimido. Y casi nadie se acuerda de que ganó las pasadas elecciones generales en un debate televisado contra el superfichaje económico del partido conservador. Allí acudió Solbes sin asesores de imagen, vencido de antemano por el carácter triunfador y desacomplejado de su oponente, un tiburón de los negocios multimillonario y agresivo. Solbes unió a su tripita y su barba cana, a su voz monótona y cansada, un ojo a la virulé, con el párpado caído: la viva estampa del desastre fotogénico; y sin embargo venció, arrasó. Pero el zumo de la política ya lo ha exprimido hasta la última gota. Los recién nombrados no han de olvidar que mañana también serán mondas del poder.

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