lunes, 29 de junio de 2009
Con las manos en la masa
Félix de Azúa en El Periódico de Catalunya
En esa inagotable base de datos que son las casi 2.000 páginas del monumental Cultura. El patrimonio común de los europeos, de Donald Sassoon (Crítica), hay una frase notable por su concisión: “Las masas de los años que siguieron a la primera guerra mundial eran cuantitativamente mayores que el pueblo de los románticos” (página 1179). Fue, en efecto, a partir de la Revolución rusa, la cual se solapó con la gran guerra, cuando el ya muy estropeado concepto de pueblo acabó su recorrido. Aunque todavía lo utilizan los sátrapas tipo Hugo Chávez y los clérigos con angustia nacional, lo cierto es que el pueblo ha desaparecido sin dejar rastro.
Bien es verdad que pocos años más tarde también desaparecería otra institución infectada de religión, el proletariado, fundida en esa otra noción más potente, la que mejor ha resistido las nivelaciones sociales, que es la de masa. Frente a lo que podía parecer durante los años dominados por el izquierdismo, cuando el término masa era despectivo y solía ir asociado a enajenación o alienación, en la actualidad no hay otro remedio que tomarlo como el más exacto descriptor de lo que hay, sin calificativos.
Imagino un novelista de los años 60 del siglo XX, uno de aquellos artesanos como Tomás Salvador, Alfonso Grosso o Torcuato Luca de Tena, construyendo personajes a partir de rasgos físicos más o menos labriegos, la indumentaria, los hábitos y el modo de hablar de las clases urbanas. Era lo más corriente, e incluso un poeta como Gil de Biedma sabía cuál iba a ser la identificación que produciría aquel verso inmortal: «Yo nací, perdonadme, en la época de la pérgola y el tenis». Imagino que estuvo a punto de escribir tennis, pero se contuvo. La mejor novela, en este aspecto, fue sin duda El Jarama, tan detestada por su autor, Rafael Sánchez Ferlosio, en la que todos y cada uno de los personajes reproducen las rarezas sintácticas y léxicas de su lugar de origen o de su oficio. Son notabilísimas las intervenciones de los guardias civiles, tras la muerte accidental de una muchacha. Un fenómeno de exactitud que ahorra al escritor insistir sobre los tópicos del tricornio.
Imagino ahora a
un novelista menor de 30 años tratando de definir a sus personajes. Se verá completamente perdido. Solo podrá utilizar voces íntimas, buceos en la subjetividad del carácter, introspección en primera persona, porque en lo físico y en el modo de hablar apenas quedan ya distinciones. La masa tiene una sola voz, viste de manera gregaria, carece de desacuerdos o identidades) y encima no los necesita.
La presente obsesión por esa gente a la que suele llamarse los famosos suaviza la angustia de que ya no existan personas distinguibles, aunque sean grotescos constructores que engordaron vendiendo secarrales, aristócratas tronados o prostitutas que posan como modelos de elegancia. Carne para melancólicos.
La masa, afortunadamente, es mucho más rigurosa y severa. Solo entre personas muy atadas a la cultura rural (sobre todo las que llevan poco tiempo de vida urbana) es donde se dan tanto la nostalgia de pueblo como de los personajes distinguidos. La masa, la cada vez más poderosa y cohesionada unidad social (que, por cierto, es un coloso comparada con el enano que analizó Elias Canetti), ha barrido la vida rural y la popular, pero también la que se daba durante el breve periodo de la lucha de clases y que aún pudo componer con gran acierto Juan Marsé.
Quizá por esta razón, las novelas que en la actualidad enlazan con un público masivo usan una escenografía llamada abusivamente histórica, pero que es en realidad el sueño de una sociedad con diferencias, con clases, con añorados señores y siervos. Los asuntos de templarios, de mahometanos cordobeses, de estirpes religiosas medievales, de herederos de amantes de Cristo, esquivan la imposibilidad de definir mediante el recurso al disfraz. Vestidos de templarios o sarracenos, el príncipe y la corista adquieren distinción.
A la hora de hacerles hablar, se puede recurrir a un lenguaje de trapo, de culebrón televisivo. El Papa renacentista y valenciano habla siempre en plural, aunque sea para decir: «Tenemos una calor que nos atufa».
No creo equivocarme si añado que cuanto mayor es la cohesión de la masa (y es a partir de Google y Wikipedia que la igualación reduce a la nada el monigote llamado intelectual, uno de los últimos fácilmente imitables), mayor va siendo el poder del Estado. La masa es un monstruo con vida propia en el que no cuentan los individuos, pero también es una ameba ciega, sorda y desnortada. De modo que el Estado va siendo requerido por los propios súbditos (cada vez más amasados) para que extienda sus tentáculos hasta los rincones más íntimos de su privacidad.
Es la masa la que exige al Estado que prohíba el tabaco, que dicte la ley seca en carretera, que impida a los padres intervenir en los abortos de sus hijas menores, que imponga el amor a himnos y banderas, que multe por escribir en una lengua, que señale los días (y horas) de fiesta, que ordene cómo fecundar a las mujeres o que asigne reglas a la copulación comercial. La masa es una, se sabe sola, y teme despeñarse sin el yugo del Estado. Cuando llegue el momento, se despeñarán juntos. Nos despeñaremos.
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