jueves, 25 de junio de 2009

Feudalismo nacionalista


José Mª Carrascal en ABC


UNA de las mayores falacias que circula por España es que los derechos ciudadanos están mejor salvaguardados por un poder próximo que por un poder lejano; por las autoridades autonómicas que por las estatales. ¡Que se lo pregunten a vascos, catalanes y gallegos no nacionalistas! Los lazos de sangre, lengua y tradición son más fuertes que los constitucionales, que se ven socavados y violentados allí donde los nacionalistas ocupan el poder. Se trata de un regreso a la sociedad premoderna, en la que, al amparo de unos «derechos históricos», una casta se cree con derecho a detentar el poder para siempre. Cuando el Estado moderno no reconoce otro privilegio que el que emana de las urnas. Es el que garantiza la igualdad e imparcialidad constitucional: cada ciudadano, un voto, agrupándose luego como mejor les parezca. Sin que haya votos que valgan más que los demás.

Incluso en los Estados premodernos, predemocráticos, las villas que no podían serlo «por sí solas», preferían mil veces ser «villas reales», esto es, de la Corona, que villas de un señor, siempre más rapaz e injusto que el monarca, cuya autoridad se reclamaba para poner coto a las tropelías de ese poder inmediato. La Edad Moderna no es, a la postre, otra cosa que una larga lucha de los «burgueses», los habitantes de los burgos o ciudades, para sacudirse el señorío feudal, y pasar a la soberanía real, que la revolución convertiría en soberanía nacional, aunque a menudo los líderes revolucionarios se pasaran, creyendo saber lo que necesitaba el pueblo mejor que el pueblo mismo. Pero eso no niega la mayor: los derechos ciudadanos están mejor salvaguardados por una autoridad imparcial y distante, que por una inmediata, llena de compromisos. Aún hoy, la reacción primaria del español ante una injusticia inmediata es quejarse al Rey.

He necesitado este largo rodeo para explicar la aparición de un nuevo tipo de feudalismo en España que, presentándose como víctima despojada de unos fueros vetustos, exige sean restaurados como norma básica, por encima incluso de la Constitución. Cuando el Estado constitucional, moderno, democrático, ha venido precisamente a acabar con los viejos fueros no a reinstaurarlos. Pero óiganles hablar y véanles actuar como dueños del país y sus habitantes, y me lo confirmarán. En Galicia y País Vasco, el veredicto de las urnas los ha puesto en su sitio. Sin embargo, siguen reclamando, gimiendo, amenazando, sus actitudes favoritas. Antimodernos por naturaleza y antidemocráticos de oficio, su divisa no puede ser más mezquina: «Lo mío es sólo mío, y lo tuyo vamos a repartírnoslo». Pues tampoco renuncian al Estado para pedir. La oposición es el lugar que les corresponde. Allí, al menos, tendrán una razón válida de qué quejarse: la mayoría ciudadana no está con ellos.

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